viernes, 18 de diciembre de 2009

La Muerte Busca a la Vida



LA MUERTE BUSCA A LA VIDA
Escribe Carlos Amador Marchant



Buscando, rebuscando textos antiguos, lanzando al suelo otros que están encima y que no dejan ver a los que queremos hallar, de repente, sorpresivo, como un pequeño gran sol que aparece en el afán de no querer desaparecer, me encuentro con un libro de carátula roja. Qué podrá ser me pregunto, qué escritor duerme en esas hojas envejecidas por el paso del tiempo y la tecnología.
Me acerco más y me tropiezo con Nicomedes Guzmán. Pero quién es, quién fue este Guzmán agazapado, qué es esta “La Sangre y la Esperanza” que me mira como asustada y sonriente, como diciendo que ya era hora que la sacaran de la oscuridad más oscura, de estos caminos del silencio.
Y ahí está, la misma Quimantú de su primera edición salida en 1971. Hablo de tres tomos amarillosos que lanzan polvillos por las narices, aquel polvillo de los tiempos, recibido del implacable que cae en todos los rincones, en las paredes, y que deteriora los textos de más de cuatro décadas conservados en mínimas casas y bibliotecas privadas, donde en ocasiones son cuidados como verdaderos tesoros testimoniales.
Libros difíciles de leer por la toxicidad que emanan producto de la calidad del papel de edición. Buscando estrategias de lectura, me atrevo a decir que hay que usar mascarillas para poder seguir el curso de sus letras.
Sin embargo, quien tenga estas obras, puede sentirse afortunado en cuanto a poseer pequeñas reliquias de época y de convulsión social.
Guzmán, en su tiempo, provocó más de alguna apatía por su temática, me refiero a sectores contrarios a los suburbios y la miseria del tiempo. Es posible que muchas casas de Chile mantengan arrinconadas estas obras, las llamadas “de bolsillo” y que en la década del 70 eran llevadas en las manos por los transeúntes que subían a los micros.
Puede que se encuentren también en las librerías de viejos o en aquellas míseras imágenes de gente que se aposta en las ferias a vender obras de autores que descansaban en fétidos rincones de casas antiguas.
Hay quienes se preguntan cómo puede subsistir un vendedor de viejos en las ferias. Sin embargo, muchos recorren esos sectores del mundo aciago, recorren esos escondrijos meticulosamente y sacan lo que supuestamente a nadie debe interesar, adquiridos, al mismo tiempo, a valores ínfimos. Con todo, es mejor que esos textos abandonados tengan de nuevo un lugar de cobija antes que se sigan deteriorando en las sucias avenidas.
Vuelvo a Nicomedes Guzmán, a quien vivió tan sólo 50 años (1914) y que falleciera antes de la llegada del gobierno popular al poder (1964). Creador audaz y mordaz, proletario por esencia, representó a la generación del 38 no sólo participando de la vida literaria de nuestro país, sino también de su civilidad.
Observar un libro de esa época resulta algo curioso, transporta las tristezas de un momento, contradicciones que quedan estampadas en medio de un estupor. En todo caso Guzmán se concentró en narrar apasionadamente la miseria de suburbios, íntimamente identificado con personajes de vidas precarias, ladrones, prostitutas, trabajadores explotados, gangrena de ésa y lamentablemente de todas las épocas del ser humano.
Ricardo Latcham al referirse a “La Sangre y la Esperanza”, expresa: “Esta novela es un reflejo consciente del medio que circunda al autor y por eso se transforma en literatura tendenciosa, esto es, de tendencia en el más puro carácter que puede darle el rumbo objetivo del desenvolvimiento social”.
Cabe señalar que el naturalismo de Guzmán, la época y lo que imperaba en el mundo de comienzos del siglo 20, transforman al autor en algo valuable por la etapa del país y del continente.
Escritor avezado o no, eso importa poco. Para los efectos debo recordar una etapa de tertulia de hace unos años. En la oportunidad se me ocurre hablar de la narrativa de Nicomedes comparándola con la de otros escritores de su tiempo en Europa y nuestro continente. Recibí, por cierto, réplicas flamígeras por parte de los más viejos. Entendí que su nombre no había que tocarlo en el real contexto.
Latcham, quien prologa el libro de Quimantú, dice al respecto: “Guzmán domina muchas condiciones del buen escritor, pero no disciplina aún su estilo por hacer concesiones a la facilidad caudalosa. Pero la fuerza que lo sostiene y el sincero tono que exhala toda su narración hacen perdonar los agravios que, no siempre, inflige a la lengua”.
Leamos algo de esta obra: “Bajo, de una estatura que traicionaban apenas unos cuantos edificios de dos pisos, arrugado, polvoriento, el barrio era como un perro viejo abandonado por el amo. Si las lluvias y las nieves de aquellos años tuvieron para él azotes de inclemencia, el buen sol supo resarcirlo en su desamparo con las profundas caricias de sus manos afectuosamente calientes. Y hasta buscó, a la llegada de los crepúsculos, en los ojos turnios y legañosos de sus ventanas, el reflejo de sus largas barbas, antes de despedirse del mundo y de los hombres.
Era la vida. Era su rudeza. Y eran sus compensaciones.
Y nosotros, los chiquillos de aquella época, éramos el tiempo en eterno juego, burlando esa vida que, de miserable, se hacía heroica.”
A los textos publicados por el autor hay que resaltarle también su aporte editorial. Fue él quien estuvo a la cabeza de las Ediciones Cultura, que funcionaba en la calle Huérfanos 1165. Cosa curiosa, en un libro que le publicó al narrador nortino Mario Bahamonde, fechado en 1946 (que también conservo como una pequeña-gran reliquia) las Ediciones Cultura expone el teléfono que usaba en su oficina: 81291. Y la casilla 4130 de Santiago. Ahora inexistentes, sólo quedaron en el papel.
Fueron varios los autores que tuvieron el privilegio de ver publicadas sus obras bajo la batuta de Guzmán. Entre éstos: Francisco Coloane, Raúl Norero, Reinaldo Lomboy, Mario Bahamonde, Oscar Castro, Guillermo Valenzuela Donoso, Gonzalo Drago, Juan Donoso, Nicasio Tangol, Baltazar Castro, Andrés Sabella, Eduardo Elgueta Vallejos.
Mirado desde cualquier punto de vista, el haberme encontrado frente a frente con esta obra “La Sangre y la Esperanza”, buscando y rebuscando como dije inicialmente, sólo habla que este o estos libros quisieron reencontrarse con la vida, la vida de este tiempo sin dejar morir el pasado.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Qué ocurre con los poetas chilenos de la Generación del 20?




¿Qué ocurre con los poetas chilenos de la Generación del 20?
Escribe Carlos Amador Marchant

En más de una ocasión Jorge Teillier manifestó que al paso del tiempo han sido muchos los poetas significativos que quedan silenciados mientras otros así no catalogados van ocupando sistemáticamente esos espacios.
El rescate de éstos, sin embargo, llega en su momento, o mejor dicho, la mano de la verdad siempre asoma en la vida de los humanos.
De la Generación del 20 fueron varios los poetas y prosistas chilenos que quedaron aislados en el tiempo y sus nombres, más ahora que la tecnología ha permitido el afloramiento de cientos y cientos de artistas de la palabra, a veces parecen estar recluidos en celdas impenetrables por donde el interés de los lectores escasamente llega.
Es posible que también haya influido en esto la vida agitada de los comienzos del siglo 20, la mundana, el desorden existencial entre ellos y la unificación al sufrimiento y la soledad. Por otro lado, si bien es cierto ya había fallecido prematuramente otro de los inmortales como Carlos Pezoa Véliz (1879-1908), y el apego y desapego a las normas estilísticas muchas veces juegan mala pasada. Lo concreto es que este grupo hasta nuestros días es más conocido como “El grupo de Neruda” o bien como lo denominara el poeta Pablo de Rokha: “La banda negra”, haciendo alusión punzante a este parnaso que se reunía en cafetines y bares.
“Poesía hecha de sentimientos, no de razonamientos”, expresa en una crónica Teillier. Estos fueron los poetas que se formaron en las primeras Fiestas de la Primavera, siempre unidos a la Universidad de Chile y su Federación de Estudiantes y al mismo tiempo en aquellas revistas de época como Juventud y Claridad.
De acuerdo a estadísticas casi la mayoría de ellos tuvo corta vida y sus obras no lograron consolidarse, pero unido a esto la desilusión circundante y la vida trágica gatillaron fuerte.
Se trató de una generación complicada. Baste para esto citar a dos poetas: Alberto Valdivia (El Cadáver Valdivia) y Joaquín Cifuentes Sepúlveda (El Ratón Agudo).
Pero hubo más en esta lista: Alberto Rojas Jiménez, Romeo Murga, Víctor Barberis, Rubén Azocar, Raimundo Echevarría Larrazábal, Juan Egaña, Armando Ulloa, Oscar Sepúlveda, Alejandro Galaz, entre varios otros; lista interesante para comenzar a estudiar y reactualizarla.
Tenemos ante nosotros a un grupo de hombres, de creadores que entraron en el olvido, salvo algunos estudios tímidos que empiezan a aparecer en improvisadas publicaciones o en diarios de varios años atrás. Pero todo queda ahí, en el intento, y todavía no se comienza a ejecutar un trabajo serio sobre estos poetas.
Joaquín Cifuentes Sepúlveda estuvo en esta tierra sólo 29 años y lo vivió todo, hasta la cárcel, que al decir de muchos de sus pares correspondió a un encarcelamiento injusto. Poeta nacido en la región del Maule fue tal vez uno de los más cercanos a Pablo Neruda, incluso al libro “Crepusculario” del Nobel de Literatura, se le dictaminan muchos acercamientos al estilo de “El Ratón Agudo”.
Vida allegada al sufrimiento y al desamparo, Cifuentes Sepúlveda terminó sus días en Argentina. El recientemente fallecido Premio Nacional de Literatura 2002, Volodia Teitelboim (fallecido el 2008), en su libro “Neruda” editado por Sudamericana en el 2003 (Página 117) retrata a este poeta en una forma más cruel que con deseos de rescatarlo del aislamiento: “Es un maestro de la cantina, un rey de la blasfemia, el que imparte a sus discípulos, como un apóstol del vino, las llamadas enseñanzas de la hombría criolla. El hombre ha nacido para tomar, para fornicar, para desafiar lo establecido. Tenía algo de anarquista primitivo. No dibujaba claramente la frontera que lo separaba del hampa. Era el predicador de una terrible y envolvente hermandad. Manejaba el lenguaje flamígero. Era el bardo del verbo insultante. El sucesor de todos los mal hablados de la historia, un fuera de la ley manejador de cuchillos y de frases como relámpagos, un semianalfabeto que tenía la sabiduría que viene de abajo cuando ésta se traduce en negación individualista, salvaje y sin destino”.
Pero Neruda hace, sin embargo, de su amigo una defensa férrea en los momentos en que está recluido: “Joaquín Cifuentes Sepúlveda….su sólo nombre es un verso”. Más aun, en su obra póstuma rescatada por el verdadero amor de Cifuentes (en Argentina) “El Adolescente Sensual” prologado por Jorge González Bastías, en el poema denominado “Ausencia de Joaquín”, el Nobel de Literatura dice: “Desde ahora, como una partida verificada lejos,/en funerales estaciones de humo o solitarios malecones,/desde ahora lo veo precipitándose en su muerte,/y detrás de él siento cerrarse los días del tiempo.”…
Andrés Sabella, por su parte, dice de Cifuentes Sepúlveda: “Hombre armonioso, tuvo el don de cambiar de lugar a las estrellas y reemplazarlas por rubíes calientes; hombre con vocación de fuego, su poesía creció lo mismo que una garra de azufre contra las cosas. Era, entre nosotros, el esposo de la soledad y nadie podía disputárselo……”
El poeta nació en San Clemente, en Talca en 1900 y a temprana edad emigró a Santiago. Curiosamente desde el año 1920 al 22 publicó cuatro de los cinco libros que se le conocen: “Letanías del dolor”, “Esta es mi sangre”, “Noches” y “La Torre”.
En su corta vida el poeta viajó por distintos lugares de Chile hasta desembocar, luego de salir de prisión, en el vecino país de Argentina, lugar donde conoció a su amada quien le publicó junto a otros amigos el libro póstumo “El Adolescente Sensual”.
Se concuerda en que, al paso de los años, comienzan a redescubrir a este poeta de mirada callada y temeraria. Sus versos, tal vez bañados de un romanticismo lejano, lo retratan en su sensibilidad. Está vivo, y en sus andanzas no sólo nos dejó el legado de las tragedias, depresiones y del amor verdadero, sino también la posesión de ser y caminar como poeta.
80 años después de la muerte de Cifuentes Sepúlveda, que es más de una vida generacional en Chile, y aunque los libros de él no se encuentran en librería alguna, lo único que hemos buscado es estrechar la mano de este creador del Maule, y por qué no decirlo, caminar y auscultar las huellas por donde anduvo entregando su voz, las amargas noches y la esperanza de reencontrarse con la vida, después de la muerte.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Televisión Nacional de Chile....





TELEVISIÓN NACIONAL DE CHILE Y SUS CUARENTA AÑOS DE RECUERDOS IN PÚRIBUS
Escribe Carlos Amador Marchant




Una cantidad de imágenes de índoles distintas, de gritos, de ritos antiguos, me nacen, me llegan, cuando la TV Nacional celebra sus 40 años de existencia. Debe ser, tal vez, por el traslado de la pobreza de un pasado, a la tecnología de un presente dudoso.
Lo que ha estado haciendo TVN es recordar lo que vivieron los chilenos que hoy por hoy circulan por los 60 años de edad. ¡Qué manera de recordar¡
Esta lógica tiene que ver con un análisis de nuestra idiosincrasia, y traslada al mismo tiempo a una situación en donde ni yo sé quien fui o usted sabe qué vivió. Paradoja.
Por esta u otras razones, me he quedado con los ojos abiertos como hipnotizado, masticando una serie de cereales, pasando por los maníes, almendras, nueces. Cada uno de éstos, en cambio, me saben a poco. Son tantas cosas que se han vivido y son tan pocos, en cambio, los cereales.
Estamos hablando de haber vivido.
TVN nos hace vivir de nuevo hacia atrás.
En el tema de recuerdos tuerzo en ira y me pongo triste.
Tanta barbaridad digo yo, dicen ustedes, dice el viento. Televisión en blanco y negro hasta antes de 1978.
Si bien la televisión se estableció en Chile con canales universitarios desde 1962, ésta empieza a nivel de país desde 1969, acartonada, con un Chile distinto a los nuevos tiempos, una televisión de esfuerzos, de mínimos recursos.
En 1978 llegó a la TV el color. Meses, años antes, una tropa de comerciantes inventivos, como siempre han existido, se las arregló para recorrer el territorio vendiendo pantallas de tres colores, diciéndole a medio mundo que ésa traía el verdadero color a la TV. Miles le compraron, se lucraron. Resultado. Todos pudimos ver los rostros verdes, los cabellos amarillos, las pestañas coloradas, la boca amoratada. Sencillamente queríamos que esa “caja mágica” dejara de verse en negro y blanco. Queríamos ver el color, y esos “genios” nos las vendieron. Yo les compré. Desde ese momento, aprendí a ver los caballos de color rosado. Muchos niños de la época sin conocer a los verdaderos potros, pensaron que estos animales eran de ese color. Pequeños empresarios de fuste, en todo caso, nos dieron esa opción, de imaginar las cosas distintas más allá del tradicional negro y blanco.
Comiendo esos cereales con la cara de ingenuo, me he pasado viendo estos archivos de la historia de nuestro país. ¿Éramos tan pequeños?.
Esta expresión viene después de un sueño incesante, de una tarde.
¿Pero de qué tarde hablo?
Me da escalofríos cuando TVN muestra archivos que fueron sólo de ayer, como de la mañana de ayer o de la tarde de ayer, de un conteo de dedos recientes, y sin embargo, el cutis se nos ha envejecido: De vita et moribus.
Estoy viendo a la Angélica María, a esa mexicana que nos hacía delirar en los años setenta, haciendo de italiana, de la muchacha que venía a casarse a nuestro continente. Veo a los muchachos y muchachas de Música Libre, a las lolas que nos volvían locos con sus movimientos y que al paso de los años nos damos cuenta que no bailaban mucho, que no tenían mucha elasticidad, pero nos volvíamos locos por ver esos programas. Otros envasados nos llegaban de Estados Unidos, entregando los adelantos del momento, las comedias, los pianistas, el bello mundo que parecía renacer.
Desde el lejano Iquique, con tremendas antenas que alcanzaban los diez metros desde el techo lográbamos ver con miles de rayas el Post Data de Raúl Matas, donde en precarias condiciones, hacinados entre vecinos, entre gente que cobraba entradas para ver algunas escenas deformes, veíamos a un jovencito Joan Manuel Serrat cantando “Penélope”, o a los “Ángeles Negros” vestidos de capas. Era la incipiente televisión que nos mantenía desde la hora de salir de clases, arrancando del liceo para sentarnos en el sofá junto al grupo familiar, todos parapetados tomando té con leche y pan con mortadela.
Más escalofríos me da cuando vamos recordando acontecimientos policiales, el periodismo de entonces, donde los profesionales salían a entrevistar gente alargando precariamente los cables del micrófono, sin poder alejarse mucho de la cámara, sin poder correr, en fin.
El escritor y periodista Guillermo Blanco, quien fuera uno de los que le tocó estar en los inicios de TVN, en su libro “Recuerdos no siempre cuerdos”, al referirse al tema de evitar los avisos comerciales expresa: “La televisión llegó a Chile en 1962, durante el gobierno de Jorge Alessandri. Para evitar que su nivel cultural cayera demasiado bajo, se estableció que sólo podrían manejar canales las universidades (eran cinco en todo Chile). Debían financiar la operación sin vender espacios a entidades ajenas ni “poner avisos”. Tampoco se permitían auspicios comerciales a los programas. La idea era garantizar la autonomía del nuevo medio y preservarlo del mercantilismo que lo dominaba en otros países.
Estas y otras precauciones no bastaron.
Bien pronto, los canales descubrieron y usaron resquicios legales para esquivar las normas cuando y como podían. Cada aviso era un gol. No empezaron ganando por goleada. Se usó cierto decoro formal. Por ejemplo: un entrevistador exhibía sobre su mesa dos tazas de seudo café, más la típica lata con el nombre del producto en primer plano. El periodista no mencionaba la marca ni alababa la presunta calidad. Habría sido ir muy lejos. Pero cada tantos minutos hacía un aro y:
-¿se sirve un cafecito?- ofrecía sonriente, mientras en pantalla se veía, inconfundible, la etiqueta del tarro”
Este fue el comienzo de la explosión comercial que existe a la fecha, donde a veces se debe esperar hasta quince minutos de comerciales para poder continuar con alguna programación. Los más valientes son los que se atreven a cambiar de sintonía, los otros prefieren esperar hasta que se acabe el último comercial que, por desgracia, en ocasiones lo repiten tres veces.
Volviendo al tema de los recuerdos entregados por el canal en sus cuarenta años, es preciso expresar y dar gracias a que se han conservado gran cantidad de archivos que fueron protegidos a manotazos durante la dictadura militar, muchos de ellos, por cierto, debieron salir al extranjero para luego ser reproducidos y retornados. De esta forma hemos logrado revivir la barbarie de esos años. Las opiniones atolondradas de ciertos personajes de la televisión, animadores, cantantes, y algunos artistas identificados con el régimen depredador. Esto último, por cierto, produce pánico.
Pero de tanta vida y de tanta desgracia, creo que los chilenos debemos aprender a cuidar nuestra tierra, a alejarnos de los excesos y rivalidades, y ojalá conformar un nuevo país que se engrandezca con sabiduría y lealtad.
Televisión Nacional ha estado mostrando un ciclo programático que nos lleva a recordar, nos retrotrae, nos deja perplejos. Yo camino por las calles a veces cabizbajo, casi como encontrándome con el pasado reciente, casi como alargando una mano tras la otra, pero siempre buscando alguna explicación de la vida.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Las Playas Crucifican


Obra pictórica exclusiva para esta crónica de la pintora chilena Luisa Ayala.
 
LAS PLAYAS CRUCIFICAN
(En homenaje a un pequeño espacio oceánico que fue y ya no es)

Escribe Carlos Amador Marchant


Me pregunto si los días que transitan por las venas del ser humano están relacionados con brumas, con oídos, con aquellos fierros que se esconden en la parte trasera de la casa. Me pregunto, por otra parte, si cuando volvemos a cosas antiguas no se nos entrometen todas las tristezas de lo inconcluso.
Porque hablar de asuntos pasados tiene el sabor de playas abandonadas. Tiene la penosa historia de seres que estuvieron ahí y que se fueron por el riguroso cambio planetario. Es decir, lo que fue ya no es.
Hoy hablaré de la “Playa de Abajo”. Curioso nombre para una playita que en la amplitud del mundo es un grano de arena. Hacerla grande de nuevo, es como elevar la potencia de una foto digital. Tanta vida depositada sobre el colchón de la nada.
Aquella playa donde la gente maniatada por el sol del desierto salía a refugiarse en esas olas que venían y se escondían en medio de rocas.
Recuerdo cuando mujeres y niños y personas de todas las edades salían a ese diminuto lugar. Iban como guerreros a batalla con sus quitasoles, con bolsas donde albergaban de todo. Y ese todo estaba relacionado con alpargatas, calzoncillos, calcetines y un cuanto hay para doblegar esos soles del desierto chileno.
Iban todos caminando a “La Playa de Abajo”, viajeros de a pie que se desplazaban por las calles del legendario Iquique. Paisanos que olían a tiza, a ropa planchada con artefactos de a carbón. Con camisas que eran de todos los colores, los colores de la pampa, aquellos amarillos y verdes y rojos. Y zapatos color negro que nunca se sacaban, sólo cuando las mujeres suplicaban estar en la “Playa de Abajo” y que por respeto a ella había que desnudarse. Iban todos caminando de a pie como la cabalgata de Pedro de Valdivia auscultando a los originarios de nuestro continente. Iban todos altivos, deseosos, los domingo precarios que tenían fragancia a ninguna fragancia.
Iban todos caminando. Era una caravana. Parece que se ponían de acuerdo y hasta salían a la misma hora.
Aquella playa era diminuta. Especie de roquedales que se entreveraban con las olas, un islote que parecía de gran lejanía y que a la larga simbolizaba siete metros más allá de la orilla. Pero todos eran felices en ese reducto. Se sentían allegados al más grande de los océanos del mundo. Y no había más que ese sitio, era el mar de todos los mares.
Las mujeres vestían de una forma distinta. Ya no eran las señoras de todos los días, aquéllas que iban a comprar verduras al mercado municipal, las que llegaban a las 11 de la mañana sudando con las bolsas pesadas del vital alimento, las mismas que por las noches esperaban a sus maridos traqueteando en esas miserables casas olor a ropa y a petróleo.
Era el domingo, aquel día fome donde las nubes siempre fueron las mismas, donde desde las casas salían aburridas melodías y las calles se encontraban siempre vacías, sin olor a humanos, sino más bien a soledad eterna. Era el domingo aquel en donde las gaviotas curiosamente ya no estaban en el cielo, sino posadas en los roquedales de toda la costa del puerto, como diciendo que ese día y todos los demás domingo, según lo había establecido la naturaleza, la fomedad se haría eterna.
Era el domingo, insisto, de la pereza humana, el cementerio eterno en los ojos de un anciano.
Esa diminuta playa tenía la belleza de todas las bellezas. Las carpas, cientos de carpas que se erigían sobre la arena. Y estaban ahí todas las mujeres del mundo, con todos los hombres del mundo, entregando el alimento que habían preparado en jornadas bellas y difíciles. Estaban los panes con tomates, con atún, los que llevaban paltas con picadillos de cebollas. Eran las tardes del sabor a amor por la tierra.
La “Playa de Abajo” parecía sonreír por tantas visitas. Parecía gozar con tanta pobreza acurrucada.
Al paso del tiempo diminutos empresarios instalaron parlantes, pusieron tuberías en los contornos, levantaron caseríos sobre las rocas. Los fecales de las instalaciones improvisadas hicieron que un pulpo pequeño que vivía en una poza emigrara mar adentro.
Las gaviotas, los pelícanos que se detenían en el islote, lugar donde sólo los niños valientes llegaban alardeando proeza, volaron por tanta bulla de parlantes.
La diminuta fue creciendo y se transformó en un terrón de azúcar circundada por cientos de hormigas. Y entonces los pampinos que descubrieron el sitio se encontraron de repente rodeados por miles de rostros distintos que venían desde otras poblaciones.
La bulla estropeó los arenales, las cañerías empezaron a invadir las rocas, las banderas taparon la risa. El olor a fritanga reemplazó a los panes con cebolla y palta. Los niños ya no conversaban con los niños, porque sus voces no se escuchaban en medio de tanta cumbia nortina.
Más tarde, la legendaria se sintió menospreciada. Parecía que ella había nacido sólo para albergar a los pampinos que la descubrieron, aquéllos que salían de sus casas de la calle O’Higgins.
Y entonces la tristeza invadió los puntos cardinales de Iquique, el puerto pobre de la década del 60, aquel aprisionado por el inmenso cerro de la Cordillera de la Costa.
La tristeza, la misma heredada por todos los chilenos que viven y se desangran en esta larga geografía del “Finis Terrae” como bien lo define Joaquín Edwards Bello: “Estamos colocados al pie de un abismo, limitados por un desierto al norte y las desoladas montañas de nieve al sur; por frente un océano sin fin, y a nuestras espaldas una cordillera cuyo solo aspecto produce espanto espiritual. Nos sentimos asaltados por el poder aterrador de lo infinito más que ningún otro pueblo de la tierra”.
Entonces, de repente, las aguas comenzaron a subir de nivel. Aquéllas que antes se abrían de brazos para los descubridores, de improviso lanzaron latigazos. De la noche a la mañana fue desapareciendo el islote, los hoteles de los empresarios diminutos de la época cayeron al mar, las cañerías se doblaron como un alfiler y las cumbias nortinas se silenciaron.
“La Playa de Abajo” fue aplastada por las olas y no quedó nada sino mar, olas que entraban y entraban. Y el cielo se fue opacando, y los panes de palta con picadillos de cebollas quedaron en los recuerdos de la gente.
Los años pasaron presurosos y los que recordaron la “Playa de Abajo” se fueron al cementerio, sólo desde allí siguieron soñando los domingo.
Más tarde, mucho más tarde levantaron un gran edificio frente a ese mar embravecido. Era el edificio de la nueva Intendencia Regional. Desde esos pisos se podía mirar sólo el mar. Nadie supo que allí existió esa playita.
Quedaron en la arena las pisadas de los que la bautizaron. Los mismos que desde el cementerio guiñan sabiduría del pueblo.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Un Mundo de Mulatas y la Historia Humana


editor


UN MUNDO DE MULATAS Y LA HISTORIA HUMANA
Escribe Carlos Amador Marchant



Detrás de la vida, dicen, está todo. Otros expresan, detrás de todo está la nada. Entender una cosa con otra, deja boquiabierto a incrédulos.
Pensé un día caminar por las playas del Caribe. Ahí está el todo, dicen algunos. Esas playas que uno observa con arenas blancas, a diferencia de las costas chilenas, e imagino las primarias películas del agente 007, cuando Ursulla Andrews salía de las aguas calientes mostrando un calzón que se apretujaba al trasero. De ese tiempo a este tiempo, donde hoy por hoy por Internet se ven mujeres mostrar todo del todo y mucho más, comienza uno a pensar que las playas del Caribe son bellísimas, sin dejar de lado a filósofos jóvenes que dicen: “todo es el letal vino de días triviales”.
A la gran potencia del turismo no les quiero decir que nadie viaje a esos lugares, ni que las famosas luces de la fantasía dejen de ser fantasías, ni que las mujeres, como bien dijo en una canción Ana Belén “En la bailarina no se ve”, tratando de explicar que los hedores y callos y dientes mal higienizados y rostros feos por las mañanas “en la bailarina no se ve”. Son cosas de la vida. Ustedes, señores, tranquilos.
Hoy por hoy, producto de esta cosa que se llama la apertura de naciones, el libre mercado, el neoliberalismo como acuciosamente disparan los que se preocupan por la eternidad de mejores costumbres, y valga decirlo, por este flagelo del planeta que no es irreal, basta que los incrédulos viajen por el mundo y se percaten de tal atrocidad.
Estoy hablando de bellezas del Caribe, aquellas que muchos quisieran ver y que provienen de una historia triste que pasa y transita por la historia de la historia. Nace una pregunta: ¿Alguien viene al mundo para no tener historia? O mejor dicho ¿hay quien nazca sin ella?.
En Valparaíso por estos días se entrelazan bellas mulatas. Cierto es que vienen con deseos de trabajar en el puerto o llegaron con afán de turismo. Lo concreto es que comienza a ponerse interesante este sitio con tanta belleza disímil.
Me las he encontrado en los ascensores de edificios públicos, en las ferias, en el centro de la ciudad.
En la plaza Aníbal Pinto, frente a la Intendencia, lugar donde preferentemente se instalan músicos a entregar ritmo tropical y de otros, dos mulatas bellas pasaban por los alrededores. Una de ellas escuchó la música y se puso a bailar sin mirar a nadie. En los contornos dejó la estela del Caribe. Valparaíso se encendió de repente.
Muchos años atrás Neruda dijo: “Sin negros no respiran los tambores y sin negros no suenan las guitarras”.
Es verdad, las bellezas negras iluminan contornos. Neruda, junto con expresar la traída de la belleza y el ritmo, también habló del sufrimiento de esta hermosa raza en el devenir de los siglos. Porque no sólo llegaron trayendo luz, sino que junto a ella la oscuridad, latigazos y torturas.
Hermoso pudo haber sido que estos africanos más tarde transformados en mulatos, hubiesen llegado a nuestras tierras como lo hacen hoy en día, sonriendo contornos, saboreando el color de las avenidas. Porque me siento seguidor de la belleza negra, parece que siguiera un camino de los no encontrados y en donde se confunde la hermosura con el sufrimiento.
Por más de cuatro siglos, y tras la llegada de Colón a las costas americanas, no conforme con el exterminio de las civilizaciones ya asentadas, no conforme con el ladronaje y el pillaje en cuanto a la riqueza de la tierra, buscan la mano de obra barata para salvaguardar los territorios robados. La solución inmediata, por cierto, fue encadenar a los negros del continente africano y trasladarlos atravesando el atlántico hasta llegar a ser vendidos a los colonos americanos. Fueron millones los que subieron al paso de los siglos a los barcos negreros, miles de ellos lanzados al mar en medio de las travesías. España, Portugal, más tarde Inglaterra, Francia, llevaron las ventajas en cuanto a la trata de negros. Luego la esclavitud, luego la discriminación, no exterminada esta última hasta la primera mitad del siglo 20.
Hablando de esta discriminación interpuesta por la enfermiza visión de los blancos en torno a las “supuestas” “razas inferiores”, recuerdo en mi ciudad de Iquique a un inspector regordete descalificando a todos los morenos que se le atravesaban en el camino. Les gritaba ¡¡indios bolivianos¡¡. Era el temible, el odioso profesor de artes plásticas, el demonio mismo que dejó pésimos recuerdos en los jóvenes de la generación del 70. Producto de tanta maldad, los estudiantes sólo optaron por bautizarlo como “El loco”. El famoso inspector odiaba a los morenos y especialmente a los bolivianos. Traía al presente la nefasta Guerra del Pacífico. Cuando se le presentaba la ocasión los sacaba de los baños y los llevaba por el patio ridiculizándolos. Les replicaba a todo vozarrón: “Indios titicacos, pan con queso”. Lo de titicaco lo entendía por el lago Titicaca de Bolivia. Lo de “pan con queso” jamás pude entenderlo.
Obviamente por mi tez morena alguna bofetada recibí de este demonio. Cuando emigré de Iquique el año 1972 nunca más supe de él. Imagino debe haberse transformado en seguidor de la dictadura militar por sus retrógradas ideas. No sé si habrá muerto. Es mejor no saberlo.
Los africanos fueron poblando América al paso de los años y, por ende, despoblando muchos territorios de África. Los esclavos fueron vendidos por todo el Caribe, y la proporción en lugares como Puerto Rico era de 300 blancos a 6.000 negros. En los cuatro siglos de venta de esclavos hubo muchas sublevaciones castigadas con muertes y torturas.
Pero la historia miente demasiado. La historia está al servicio de los poderosos y del dinero. Andrés Sabella, poeta y escritor chileno, en una de sus brillantes exposiciones en el aula magna de la Universidad de Tarapacá de Arica, en la década del 80, eludiendo ser pisoteado por la bota militar de entonces, hablaba sobre sus temas favoritos: la historia de Chile y América. Nunca tuve frente a mí a un conferencista sin papel ni nada, sólo apoyado por su mente de enciclopedia, el don de la palabra y una voz que no necesitaba de micrófonos. Sabella era capaz de mantener en silencio a un público por más de una hora, y cuando se sentían ruidos de butacas, lanzaba una humorada y todos estallaban en risas. “El duende” como le decían sus cercanos, en su última conferencia en esa universidad antes de morir en el vecino puerto de Iquique, manteniendo por más de dos horas a un público que requería escuchar cosas interesantes en el nebuloso circuito dictatorial, gritó al finalizar su alocución: “¡Pero la historia miente, queridos amigos. Mucho cuidado con ciertos historiadores!” Y se levantó en medio de aplausos.
En torno a estas mentiras es preciso decir que hasta estos días se sigue diciendo que los habitantes de nuestro continente vivían en el atraso y en la pre-historia. Se desconoce con esto una civilización capaz de haber levantado ciudades extraordinarias, ser expertos orfebres y conocer el número cero diez siglos antes que los europeos. Se desconoce tras el exterminio lograr el levantamiento de ciudades comoTenochtitlán, habitada por más de medio millón de seres, Machu Pichu y también pirámides extraordinarias como las del Sol y la Luna.
Luis Vitale grafica esto: “El viejo mundo en el siglo XV, sobretodo España, estaba recién medianamente unificada, bajo el reinado de Fernando e Isabel la Católica. Antes, había sido colonia del imperio romano, del siglo II antes de Cristo al siglo V de nuestra era. A partir del VII, de hecho dominada por el imperio musulmán hasta mediados del siglo XV, lapso en que los ibéricos –y por su intermedio los europeos- pudieron recién conocer a grandes filósofos árabes”.
Me viene Sabella de nuevo: ¡la historia miente!. Es decir, se exterminó a una población que había llegado más de 5 mil años a estos territorios por el estrecho de Behring.
Al mismo tiempo todo esto va en franco beneficio de los grandes capitales en este o en otro tiempo. Las guerras, los trastornos de la naturaleza por parte de la impiedad de los diminutos y poderosos hombres.
En 1945 el Premio Nacional de Literatura Manuel Rojas, expresó en un largo análisis de los poderes al paso de los siglos, específicamente situándose en las guerras de los poderosos y el capitalismo: “No habrá paz en Europa ni habrá en el mundo en tanto el capitalismo sea dueño absoluto de las riquezas del mundo y usufructúen de ellas sólo una mínima parte de la humanidad. En Europa sólo hay ciudades destrozadas (2da. Guerra Mundial) y pueblos hambrientos. ¿Esa es la paz?. Sí, tal vez la paz del imperialismo y la del capitalismo, pero no la paz del hombre. Por lo demás, el imperialismo y el capitalismo no tendrán paz nunca. Tendrán treguas, pero durante esas treguas ellos mismos irán creando, como desde 1918 hasta 1939, las fuerzas que volverán a encontrarse y que finalmente los destruirán, si es que antes no destruyen ellas al mundo”.
Pues bien, yo veo por las calles de Valparaíso caminar a las mulatas, las bellezas que nos llegan del Caribe.
Tras tanta historia y mentiras, no me queda más que observarlas y guardar silencio. Ese silencio cómplice, que dice a la larga amar la belleza por sobre la podredumbre de los humanos.

sábado, 29 de agosto de 2009

Los Poetas en Dictadura



Los poetas en Dictadura
Escribe Carlos Amador Marchant



Acuciosidad es la palabra para definir el trabajo que hace cinco años nos mostró el poeta nortino Mayo Muñoz, con el nombre de “Poetas en dictadura”.
Alrededor de 70 autores que estuvieron ahí, en los momentos difíciles que nos interponía la bota militar, son los que recopila Muñoz no al dedillo, sino en el fragor de los años y la vida misma y el valioso accionar de guardar cosas en medio del tiempo.
Han pasado muchos años sin hablar de esta publicación y lo hacemos ahora rescatando la perseverancia del autor, quien al mismo tiempo se ha destacado por el esfuerzo de hacer las ediciones con sus propias manos, de lanzar mil ejemplares, en tomos que tienen más de cuatrocientas páginas. Y es que Mayo Muñoz siempre se destacó por esto, por planificar sin importar los años venideros, sino llevando siempre en su mente hacer cosas y cumplirlas contra vientos y maremotos.
Entre tantas y tantas anécdotas que me tocó vivir con este poeta de Illapel, hay una que rescato porque está relacionada con esto de “contra vientos y maremotos”. En su lejana casa de Arica, en esa vivienda humilde a los pies del valle de Azapa, el otrora José Muñoz Olivares (hoy Mayo Muñoz, en honor al mes de los trabajadores del mundo), tenía una pieza atestada de botellas de vidrios. Cada vez que pasaba a visitarlo veía más botellas. Un día llegué y me di cuenta que al paso de los meses éstas llegaban hasta el techo del lugar. Mi curiosidad no se dejó esperar y le consulté para qué las compraba. Me respondió que el 1 de noviembre haría el negocio del siglo, cortaría cada botella y las vendería a las puertas del cementerio como vajillas para depositar flores. Era, por cierto, una idea atractiva para los años.
Ese día de los muertos o de todos los santos, el poeta llegó con su cargamento de vasos de vidrios y se instaló a la mala en medio de los puesteros del lugar, pero con tan mala suerte, con tan pésima suerte, que otros tres comerciantes habían imitado la idea.
Desprovisto de perspectivas para lograr su ansiado negocio del siglo, miró para todos lados y a una hora en que ya sabía que no caerían monedas a sus bolsillos, conversó con un comerciante establecido en el lugar y remató su cargamento de vasos. De esa forma logró recuperar rápidamente, por lo menos, algo de lo que había gastado en las compras de botellas. Mayo siempre fue así, en la derrota o en el triunfo, un hombre ágil de ideas y de físico.
“Poetas en dictadura” es precisamente lo narrado, un texto planificado por muchos años y que vio la luz en el 2004 para, incluso, informarnos de paraderos, de muertes, de gente en el norte de Chile que no hemos visto de mucho tiempo.
La publicación tiene el mérito de rescatar del olvido a 70 almas que estuvieron y vivieron en los momentos álgidos del proceso dictatorial. Tiene la validez, por otra parte, de no olvidarse de nadie, de haber mantenido en el cofre todos los datos y antecedentes de cada autor, a diferencia de muchos (me incluyo) que hemos ido perdiendo libros y archivos en cada lugar del territorio una vez que nos cambiamos de domicilio. Por este texto me enteré, por nombrar a algunos, que el doctor Jaime Barros-Pérez Cotapos, ex senador de la república por la región de Valparaíso, impenitente orador y cronista de diarios con pluma ágil y descubierta, y con quien dialogué en muchas ocasiones sobre el destino de nuestro país, también escribía poesía.
Barros-Pérez Cotapos falleció en Arica en el 2004. Se le negó trabajar en el Hospital Dr. Juan Noé incluso ad honorem. Sin embargo, y menos mal, en 1998 se le declara Hijo Ilustre de esa ciudad.
Este es un libro que nos trae el recuerdo de muchas personas queridas y otras no tanto. Pero no excluye a diferencia de otras publicaciones que son hechas con el dedo de la amistad.
Mayo Muñoz en “Poetas en dictadura” no se preocupa de seleccionar poesía buena o mala, le interesa más bien el contingente de personas que crearon en aquellos momentos difíciles, que estuvieron en las peñas, en las lejanas peñas, conversando y acompañándose en esa soledad y cielo gris. Me atrevo a decir que es este poeta quien mantiene en su poder el mayor archivo de fotos y textos de aquellos años, donde no se escapa ni una gota del acontecer ariqueño.
Al recorrer las páginas de esta compilación voy retrocediendo en el tiempo y veo las calles de esa ciudad como si fuera hoy.
“Poetas en dictadura” representa al mismo tiempo la personalidad de este poeta, un hombre al que siempre le interesó la amistad, el ser humano en su vida cuotidiana, las personas en su mundo no importan las que sean.
Implacable recitador, Muñoz se destacaba en las peñas por la forma de dar a conocer sus versos. Lo hacía con gallardía, con voz socarrona y al mismo tiempo llena de sentimientos, sintiendo cada paso por la tierra, cada sonido de la vida.
Cuando se editó este libro que hoy tengo en mis manos nuevamente, Mayo Muñoz apareció sorpresivamente (2004) por Valparaíso. Con su típica personalidad de buscador empedernido, actual profesor de educación básica en la Escuela de Alto Hospicio, en Iquique, no sé cómo dio con mi paradero.
Al verlo fue como ver de nuevo la tierra del desierto, el valle de Azapa y Lluta, los montes y los caballos por donde anduvo Pedro de Valdivia fundando pueblos desde Tacana hasta Cosayapu. Se alojó en mi casa y luego viajó al sur. Volvió y se encontró de nuevo conmigo en la Feria del Libro de Viña del Mar. Bebimos varios vinos para recordar lo vivido. Yo era, por aquel entonces, presidente de la Sociedad de Escritores de Chile Versión Valparaíso.
Es por esto que al paso de los años volví a tomar este libro de más de cuatrocientas páginas. Texto que estaba escondido en un rincón de mi nueva biblioteca y que me reclamaba. Y ahora al tocarlo veo la imprenta de Mayo Muñoz, esa imprenta artesanal, esas manos religiosamente en función de la poesía, y en donde una dedicatoria me dice, tras no habernos visto por más de 10 años: “A Carlos Amador Marchant, desaparecido en acción”.

martes, 11 de agosto de 2009

Atrapado en el Desierto del Nacional


Plaza Condell de Iquique antiguo


ATRAPADO EN EL DESIERTO DEL NACIONAL
Escribe Carlos Amador Marchant


Los encuentros están en todos lados. En el sur, norte, este u oeste, pero siempre aparecen, siempre, por más que uno quiera cerrar los ojos.
Pienso en quienes se perdieron por tantas cosas. En aquéllos tragados por la vida o por los seres de este planeta. Lanzo, al mismo tiempo, lianas a un pasado reciente, buscando y encontrando otros días.
Década del 60. Diez años de vida. Estaba en Iquique, el legendario, y era asiduo a los cines. Se trataba del Iquique deprimido, con la pobreza cayendo de los poros como transpiración eterna. Y los estudiantes más allá, los estudiantes del Liceo de Hombres de la calle Baquedano, alzando brazos en protestas por tanta depresión.
Esos jóvenes se apretujaban en una gran casona de madera a cuadras del océano. Todos tienen, los de esa generación, la tristeza de días aciagos y de podredumbre. Pero eran guerreros estos iquiqueños, y flameaban siempre en sus hombros los triunfos deportivos de esos tiempos. No se las venían con cuentos.
Por la cercanía a mi casa de niñez, siempre mis pasos se desplazaron hacia el teatro Nacional. Estamos hablando de un edificio inmenso ubicado frente al Mercado Municipal, lugar deprimente donde los hombres vendían productos extraídos de chacras enclavadas en el desierto. Eran lugares del antiguo Iquique, aquel que sólo llegaba hasta la población Caupolicán, en honor al gran toqui araucano
Iquique, Iquique, el lejano, el desprovisto, el lleno de historias penosas, hoy es una ciudad cosmopolita y de miles de habitantes.
Hablo de la ciudad del pasado, de un puñado de años que son nada frente a la conformación del mundo, pero que a la larga, en la vida de los humanos, viene siendo como el pasado del pasado.
Estoy hablando de góndolas en las calles, de paseos a la playa con carpas, de canciones de Lucho Barrios en medio de la soledad vespertina, de bares con puertas al estilo oeste norteamericano.
Hablo de los años sin televisión, en que sólo la radio era el instrumento para poder pasar días de existencia humana. Estoy, al mismo tiempo, hablando de radioteatros que mantenía a la gente pegada a ese aparato de tubos eléctricos donde salían voces y anécdotas. Hablo de los aciagos episodios del Capitán Silver (tenaz trabajo norteamericano para atajar los movimientos sociales en el continente), del Doctor Mortis, tenebroso personaje que atemorizaba a la gente hasta para salir al patio en medio de la oscuridad de la noche. En fin, estoy hablando de la pobreza de mi patria por aquel entonces, de las casas olor a maderas húmedas y apolilladas, del olor a gatos en los escondrijos.
Pero el cine Nacional era mi tema, el teatro cine, mejor dicho.
Yo conocía toda la cartelera. Por lo menos así lo ha recordado mi hermano mayor quien me iba a buscar a las galerías del lugar.
El teatro Nacional edificado en 1930 era una inmensa casona que albergaba cantidades impresionantes de gente. Tenía tres pisos inmensos. Abajo estaba la platea, al medio el palco y arriba, casi tocando el techo, la galería. A esta última iban a ver películas sólo los rotos de la época, los pobres que gustaban de gastar unas monedas para ver a sus ídolos del momento. Yo era uno de esos rotos.
Mi hermano mayor siempre me buscaba en las galerías. Si bien es cierto nuestro padre nos daba dinero para platea, trataba (tratábamos) de hacer alcanzar más la plata. No me importaba la hediondez de esos espacios. Él sólo gritaba ¡¡Carlos¡¡ y yo respondía ¡¡estoy aquí¡¡¡…Era el vicio prematuro de las películas. Conocíamos toda la cartelera de filmes anunciados a posteriori.
Eran filas interminables para entrar a ese cine. Los ídolos del momento fueron Joselito, los hermanos Aguilar, Miguel Aceves Mejías. Demetrio González, Enrique Guzmán, Cantinflas, Antonio Prieto. La tecnología nueva podíamos observarla en las primeras series del Agente 007 con Sean Connery. Las mujeres ya comenzaban apenas a mostrar sus piernas y sus senos como la Ursula Andrews saliendo de las aguas del caribe. Los morochos tratábamos de hacernos pasar por hombres de mayor edad, porque esas películas eran sólo para los que tenían más de quince años. Estábamos ya impregnados de Elke Sommer, Natalie Wood, Sofía Loren, Brigitte Bardot.
El teatro Nacional se caracterizaba por sus rotativos, nombre que se le daba a un tiraje de más de seis películas durante el día. Los pobres iquiqueños, en consecuencia, podían estar sentados desde las dos de la tarde hasta las once la noche. Adicto al cine, sin televisión ni Internet, por cierto, me la pasaba casi todos los días, después de salir de clases, en ese lugar incluso viendo películas en blanco y negro aburridas hasta el alma.
El teatro Nacional tenía tres pisos, ya lo dije, y era inmenso en su interior. La platea, donde por lo general iba gente encopetada, sufría los estragos de quienes se situaban en las galerías. Estos últimos lanzaban chicles hacia abajo e incluso escupitajos en franco repudio contra quienes se creían ricos en un Iquique pobre y andrajoso como las ratas.
El teatro Nacional me trae carteleras puestas en cada parte de los murallones, afiches con colores atractivos y risas de artistas que a veces uno quería tocar. Eran las noches tibias por donde la gente transitaba para erradicar la tristeza. Por otra parte aquel reducto, cuando pasaban películas taquilleras como las de Joselito, dejaba ver filas interminables que rodeaban aquella arquitectura como verdaderas culebras. No sólo las colas eran el problema, sino el modo de ingresar al recinto. Porque éste poseía pequeñas puertas de entradas donde la turba se golpeaba, lanzaba patadas y escupitajos para agarrar un mejor espacio donde deleitarse con sus ídolos.
Pero eran casi mis últimos días en esa ciudad que me embadurnó con pobreza, la ciudad de los locos, el reducto de las bellas prostitutas de la calle Thompson. Era la ciudad de los locos feroces y las hermosas prostitutas. Locos como El chilenito que atravesaba la calle Baquedano y se introducía por la Plaza Brasil, vianda en manos, a pata pelada y riendo como niño. Al paso de los años, en medio de tanta vida y de tanta pobreza, no logro entender cómo algunas personas confiaban en el chilenito y le entregaban esta responsabilidad de llevar el almuerzo a algunas casas. La loca de los gatos era la otra mujer que asolaba las calles del centro antiguo de la ciudad, repugnante personaje que olía a mierda a más de una cuadra, seguida por más de diez felinos que amaban la crueldad y el despojo humano. Ni hablar del Chancho que, de sólo pensar por qué le pusieron aquel sobrenombre, puedo recordar la más atroz de las miserias, sólo comparada con la obra de Víctor Hugo. El Chancho dormía debajo del edificio donde yo vivía, y cuando lo pillaba el sol de amanecida, lanzando la hediondez por más de quince a veinte metros, la gente lograba ver a ese infeliz manchado de un color negro completo, rodeado y devorado a pausas por miles y miles de moscas del desierto. Los locos del legendario Iquique eran muchos, como también eran muchas las mujeres hermosas que ejercían la prostitución en la calle Thompson. Eran tantas y tantas las mujeres bellas, que en más de una oportunidad me pregunté cómo un lugar que generaba tanta pobreza, era capaz al mismo tiempo de procrear hermosuras tan iluminadas.
Me crié en esos contornos del teatro Nacional, pero mis días estaban contados en la ciudad histórica. Más tarde seguirían mis pasos por la vecina Arica, cercana a la frontera peruana.
En el Colectivo Lynch donde viví, frente a la que fue la Intendencia Regional (hoy Palacio Astoreca), bordeando las 11 de la noche del 25 de noviembre del año 1970, producto de una colilla de cigarrillos mal apagada, ocurrió el dantesco incendio del Teatro Nacional. Por esa época la gente acostumbraba a fumar dentro de los recintos. En las ya mencionadas galerías, o “galuchas” como le llamaban, por más que los guardias aparecían con linternas, el olor a tabaco barato era el mismo demonio. Testimonios de época confirman que esa noche había asistido escaso público al teatro, salvándose de la masacre. Pero desde el tercer piso del colectivo Lynch pude ver junto a un centenar de gente las llamas que iluminaron Iquique por todos los contornos. Junto a esas horas de pánico se iba también una larga historia de películas y artistas que pasaron por ese escenario. Se trataba de un teatro grande, histórico, situado entre las calles Sargento Aldea, Amunátegui, Barros Arana y Thompson. El incendio se llevó por otra parte gritos, efervescencias, alegrías y el furor de la turba en miles de jornadas por seguir adorando a sus ídolos.
Toda la historia del gran Teatro Nacional cayó a pausas esa noche del 25 de noviembre de 1970. El recinto también se llevó una serie de casas comerciales y restaurantes emblemáticos de los alrededores. Había sido una historia viva de los iquiqueños. Fue, por otro lado, el reducto de los pampinos pobrísimos del 60, un lugar que se negó a conocer la historia que vendría más adelante, llena de represiones y muertes.
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domingo, 2 de agosto de 2009

Los muertos hablan:Iglesia de La Compañía








Los muertos hablan: Iglesia de La Compañía
Escribe Carlos Amador Marchant



Siempre al caminar por los alrededores de la Plaza de Armas de Santiago, me pregunté por qué un aire frío recorría los contornos de mis piernas, una especie de bruma o no que salía invisible y decía cosas indescifrables.
Algo similar me ocurrió hace mucho tiempo, en los años de mi niñez, por allá en 1963, cuando estudiaba mi primaria en la Escuela Santa María de Iquique. Nada sabía por aquel entonces de la matanza de obreros en ese mismo terreno donde fue edificada la escuela. Sin embargo, era el mismo aire, era la misma bruma que llegaba a golpearme el pecho, la espalda.
Era mejor no saber, por cierto, de muertes y sufrimientos humanos. Era mejor no saber en su momento.
En Santiago, insisto, me ocurrió lo mismo, mucho antes de indagar sobre los muertos en los alrededores de esa plaza, en los alrededores de esas calles del actual centro de la capital chilena, donde se originaba, sin duda, la vida del siglo 19.
Mucho más tarde de estas sensaciones, muchas más aguas turbulentas pasando sobre ríos, indagué sobre los sucesos de la Iglesia de La Compañía, construida por los jesuitas tras toda una historia misionera en los territorios de nuestro país.
Si bien es cierto que al paso de los años mucha gente sabe de estos sucesos, también hay que decir que un gran porcentaje de habitantes nada atisba al respecto. Me ocurrió, precisamente, en una biblioteca pública, donde una funcionaria administrativa al consultarle sobre algún texto indagatorio de este tema, puso cara de interrogación y me consultó si le estaba preguntando sobre alguna calle de Valparaíso o de otra ciudad nuestra. Es decir, no sabía absolutamente nada.
Estoy hablando del gran incendio de la Iglesia de la Compañía de Jesús en Santiago de Chile, hecho acaecido en el mes de diciembre de 1863.
Tema apasionante que, tal vez, me permitió conocer hace muchos años cómo se van dejando en el olvido temas que no se pueden olvidar. No conozco el libro de la licenciada en arte Carolina Romo, quien hizo su tesis trayendo al presente este hecho, pero esas sensaciones de las cuales hablé al comienzo de estos escritos, dicen precisamente que esas almas sufrientes, de manera alguna dejarán que sus muertes queden en la nebulosa.
Son las calles Compañía y Bandera las señaladas al paso de la historia, como los lugares fijos donde se hallaba la Iglesia de la Compañía. Unas semanas después de ocurrido el incendio, por decreto ley, se exigió la demolición total de aquel reducto que lo único que hacía era traer recuerdos de los acontecimientos trágicos ocurridos nada menos que dentro de una iglesia.
En el mundo de la época, en el mundo de las comunicaciones escasas, de las tardías comunicaciones, Chile logró ser conocido por esta masacre y además por los minerales que se exportaban al extranjero.
Pero todo esto fue silenciado al transcurrir de los años, y hay muchos historiadores que se preguntan por qué una de las tragedias más grandes de la historia, en cuanto a incendios se refiere, por la cantidad de almas que sufrieron, por la cantidad de cuerpos carbonizados, fue de alguna manera tapiado en el real sentido de la palabra.
Me causa curiosidad que cada año, que cada 8 de diciembre, el Día de la Fiesta de la Inmaculada Concepción, no se rece en primera instancia por esas 1.800 personas que murieron dentro de esa iglesia.
Hace unos meses, precisamente en el mes de mayo de este año (2009), a raíz de un viaje a la capital de Chile, y transitando por los subterráneos del metro Santiago, me encontré con una exposición de Bomberos. Me impactaron las maquetas que allí se presentaban sobre esta tragedia, acción que está estrechamente relacionada con que después de estos acontecimientos fue creado el primer cuerpo de bomberos de Chile, en Santiago.
La catástrofe en cuestión no sólo grafica las equivocaciones del momento, sino la indiscreción en cuanto a los devotos. Se dice que la gran iglesia no contaba con una cantidad de puertas de salida, es decir, la construcción en sí, majestuosa, adolecía de una real capacidad de precaución en caso de estos accidentes.
El 8 de diciembre se congregó gran cantidad de feligreses, muchos de los cuales entre hombres y mujeres fueron a presenciar y ser partícipes de tan magna ceremonia. Ninguno de ellos, por cierto, imaginó que esos minutos serían los últimos de sus vidas.
El altar y los alrededores estaban sofocados de velas.
Daniel Riquelme, escritor chileno de época, quien escribió sobre este acontecimiento, y quien, al mismo tiempo muere en Europa tan sólo a los 55 años tras una tuberculosis, y quien, además, es tirado a fosa común sin saberse hasta la actualidad donde quedaron sus huesos, grafica los hechos en forma magistral y terrible. En Biblioteca Severín de Valparaíso, sólo se encuentra este libro al cual no se le puede sacar fotocopias por sus páginas endebles. Sólo se le puede fotografiar. Hay que cuidar este texto.
Frente a tal cantidad de devotos que se encontraban en el recinto, una vela cayó al suelo y topó una tela. Las primeras incipientes llamas lograron inquietar a una mujer quien gritó despavorida desproporcionando la tranquilidad. Frente a este panorama de pánico, el resto comenzó a inquietarse hasta provocar una turba. En medio de la confusión, mientras todos comenzaron a correr por pánico, las llamas al mismo tiempo empezaron a agrandarse hasta alcanzar metros de alturas. Mujeres y hombres, niños desprovistos, frente a la confusión fueron pisoteados por quienes pretendían salvarse. Pero las llamas producto de las lámparas de gas hidrógeno se elevaron rápidamente hasta lograr en menos de media hora dominar casi todo el recinto.
Diarios de épocas como El Ferrocarril y El Mercurio de Valparaíso, días después, graficaban los acontecimientos.
Daniel Riquelme da a conocer el pavor del momento. Campesinos de un Santiago de pocos habitantes trataban de lanzar a las puertas troncos para sacar a la gente, pero quienes lograban salir ardían en llamas.
Al día siguiente de la tragedia, el olor de los alrededores de Santiago era inclemente. Y quienes lograron entrar a la iglesia ya sofocada vieron con pavor más de 1.800 personas transformadas en estatuas negras, carbonizadas.
En ese momento ya había llegado a Chile la fotografía, pero estas mismas no eran utilizadas en periodismo. Sólo una persona anónima logró sacar ocho fotos posteriores, las que se encuentran en el Museo del Carmen de Maipú. Hasta la fecha, de esas fotos, sólo han sido autorizadas tres para el público, las que ya se encuentran en Internet.
Estamos hablando de una masacre de gran esfera. Aquel anónimo fotógrafo, quien hizo reproducciones del exterior e interior de la iglesia ya calcinada, si hubiese tenido el permiso de retratar a los calcinados que no fueron tres sino más de mil, pudo haber quedado en la historia. Nunca antes se vio en el planeta morir tanta gente de esta forma, así lo grafica en sus textos Daniel Riquelme.
Los jesuitas iniciaron su caminar en 1539 y llegaron a Chile en 1593 para evangelizar a los aborígenes. Así dice la historia. Sin embargo estos aborígenes eran seres humanos que ya habían llegado a este continente cruzando por el estrecho de Behring más de 50.000 años antes. Es decir que los españoles ni la iglesia misma nunca descubrieron algo, porque todo ya se encontraba en este suelo.
Hablar de las congregaciones y de los jesuitas en especial nos quitará muchas páginas. Eran seres desprovistos, sacrificados, emprendedores al mismo tiempo, excluidos de algunos países de Europa y América.
La Iglesia de La Compañía sigue siendo una incógnita en nuestro país e incluso en esferas celestiales. ¿Acaso fueron castigados los jesuitas? Pero ¿qué culpa tuvo esa gente que murió y a quienes nadie pudo identificar tras esa maligna ceremonia del 8 de diciembre?. Ninguna.
Y los días siguen pasando y corren por carreteras. Sin embargo, nadie ha podido sacarme ese aire, esa bruma helada, cada vez que camino por las cercanías de las calles Compañía y Bandera, tras 146 años de tanto grito y pánico.

Video "Casa Iluminación" (recita Carlos Amador Marchant)

sábado, 25 de julio de 2009

¿Unamuno o Augusto Pérez?


¿Unamuno o Augusto Pérez?

El pobre Pérez baila con Unamuno

Escribe Carlos Amador Marchant

Augusto Pérez pueden haber miles en el mundo, en la guía de teléfonos, en las escuelas, en los que aún no nacen y que les espera ese nombre, pero a fin de cuentas, es posible que haya uno solo y ese personaje no sea más que una nebulosa de los miles que existen o existirán.
En Chile el apellido Pérez es apellido común y el nombre Augusto..¡¡por favor¡¡ son miles pero ni nombrar a uno que nos sigue penando en tantas etapas de demoníaca represión y dictadura.
Desde muy niño aprendí a escudriñar a este personaje. Es posible que lo llevara en las solapas, que lo maltratara en los caminos y que no lo comprendiera a la manera como se comprende al paso de los años.
Me pongo a pensar si los apellidos tienen que ver con las circunstancias o si, a la inversa, las circunstancias tienen que ver con los apellidos. Si de estas deducciones sale algo imaginable, podría decir que la vida, precisamente, nos muestra una verdadera incógnita.
Lo cierto es que Augusto Pérez nos está mirando tras el espejo y en medio de las nebulosas. Casi estoy detrás de él o casi estamos. Es posible que caminemos por las avenidas y no nos damos cuenta, pero él está con nosotros, es como si ese personaje creado real o ficticio como es la vida, nos acechara en los mismos abismos.
Me desplazo. Las calles son las mismas o han cambiado, pero lo que queda siempre sigue quedando, es como si nada o todo estuviera al compás de las sombras.
Yo me quise suicidar ayer dijo un vecino, pero alguien me lo impidió, alguien como si saliera del no sé qué y que a la larga me guió, o sencillamente yo lo guiaba. Estaba pensando, precisamente en los Pérez, en aquellos que existen y que son comunes, pero que a la larga no lo son tanto.
Permítanme expresar que quiero ser amigo de un Pérez. No recuerdo alguno en mis enseñanzas o educación, o tal vez lo hubo, pero debe haber pasado desapercibido. Es posible que un Pérez haya estado en los pupitres de más allá de la sala de clases. Es posible que se haya sentado al lado mío, pero no lo recuerdo con claridad, y a la larga tal vez yo soy ese tal Pérez que tanto remato en esta crónica.
La diferencia con este Pérez que resalto es que Augusto Pérez, el inventado por Miguel de Unamuno era un hombre de reputación y fortuna, no el pobre de caminos o de dinero que asola en las calles de Chile.
Sin embargo, me interesa escudriñar la personalidad de este personaje, la observación de los vacíos que fecunda la vida y ese tratamiento del amor que a veces soslaya en lo ridículo.
Pérez es inventado por Unamuno aunque él no lo sabe hasta el momento en que piensa suicidarse. No me queda claro si es Unamuno el que existe o es precisamente al revés, que Pérez inventó al escritor español. Lo concreto es que esta novela llamada “Niebla”, editada al comienzo del siglo 20 (1914) y que he leído más de una vez, me vuelve a revolcar el cerebro en la observancia del amor no correspondido o la búsqueda de la mujer sin saber de las impiedades que nos reserva la vida.
Decir que no me gusta la invención de Unamuno en el buen sentido de haber creado a este personaje con todas las miserias del amor, es decir mucho, me quedo más bien con el pensamiento de que el autor de Bilbao se transforma al mismo tiempo en un pequeño Dios.
Las miserias de Pérez, el pobre Pérez, son a veces casi comunes. Decir que las mujeres son todas de esta calaña es mentir; hay hombres también que son verdaderos diablos del contorno.
Pero el tema es por qué Unamuno inventa a un personaje para deletrearlo, para sentir lástima del mundo en cuestión
Unamuno me ha hecho sentir lastimoso al paso de los siglos. Digo siglos porque en él no existen los años y, en consecuencia, la vida misma es una invención de la cual nunca saldremos sanos.
Estoy hablando de los hombres, de los seres que sufren por otros seres, de la suculenta pasión de las pasiones, de los arrebatos que nos entrega nuestra conciencia.
Me he sentido parte de esta Niebla que nunca terminaré de descifrar en mis días, porque Unamuno así lo ha querido y porque Pérez tampoco sabe por qué su creador no es él y él no es el creador. Es decir, estamos hablando a dos voces, del que sufre por invención, y del inventor que sufre al inventar. ¿Se puede decir que Dios nos creó para sufrir como él sufre?. Por ahí vamos.
En el tema del amor Unamuno me sigue dejando perplejo, o tal vez me sigue enseñando que la vida me deja perplejo.
Lo cierto es que este pobre Augusto Pérez sigue vivo aunque Unamuno haya determinado matarlo. Y si el escritor español murió en el año 1936, y aunque en Salamanca se le levantó una estatua de bronce, Pérez sigue vivo en los libros.
Es decir, Unamuno no fue capaz de matarlo definitivamente. Por esta razón creo que Pérez se venga al darle la muerte un 31 de diciembre del año señalado, tras una tertulia con amigos.
Antonio Machado, es quien tal vez mejor grafica la vida de este hombre, al darle sus palabras póstumas: «Señalemos hoy que Unamuno ha muerto repentinamente, como el que muere en la guerra. ¿Contra quién? Quizá contra sí mismo».

sábado, 4 de julio de 2009

Sobre cosas de la pampa-pampa



Sobre cosas de la pampa-pampa
y el caudillo Hernán Rivera Letelier

Escribe Carlos Amador Marchant

No es difícil traer de un pasado reciente acontecimientos del desierto, de la pampa.
Es cierto, hasta la segunda mitad del siglo pasado, lo que leíamos sobre el hombre asentado en esos lugares, nos traía la tristeza elocuente del espacio solitario y misterioso, de los sufrimientos transformados en miserias y que, por ser hechos reales, precisamente de ahí nada se podía sacar más que pesares en vez de risas.
Justificando estos dichos, no nos quedaba otra opción que preguntarnos: ¿acaso debajo de esas piedras, de ese polvo asfixiante, podía encontrarse deseos de saltar, de palpar la belleza, de vivir? ¿Bajo esas paredes de latas y barro había espacio para recrearse y buscar amores, ésos que se auscultan y se piensan a la luz de las estrellas o cerca de un mar que nos da escenarios renovados?. Aparentemente, bajo esquemas distintos, creaciones distintas, da la impresión que la respuesta para estas preguntas eran negativas.
José Santos Ossa, uno de los exploradores de minas más exitosos de nuestra historia y quien, precisamente, nunca se cansó de investigar yacimientos de un cuanto hay de riquezas bajo tierra, fue quien dio el inicio a tanta historia humana después de descubrir el salitre en las tierras de La Chimba, más tarde transformada en Antofagasta en 1866, por ese entonces territorio boliviano.
Del descubrimiento a tanta creación de oficinas salitreras hay cantidades impresionantes de aventuras e historias, seres que están bajo tierra y que dialogaron y se entrecruzaron con las piedras y peladeros que ahora sólo el viento tapa en el devenir de los días.
Mario Bahamonde, nos dio la oportunidad de conocer más en profundidad de los que hicieron una vida dentro del desierto. A Bahamonde le debemos precisamente esto, el habernos adentrado en esta existencia casi desconocida en el siglo 20. Sabella, por otra parte, entregó también sus herramientas literarias para no olvidar cada espacio que estos hombres no sólo habitaron, sino que labraron en las más ínfimas condiciones.
Pero sin duda hay mucha vivencia tras las paredes y los cimientos del desierto. Hubo amores, hubo risas, hubo cantos, mujeres y alcohol, ilusiones. Los cementerios que lucen invisibles flores de papeles, los cementerios invisibles, pueden hablar en las noches bajo cero.
Terminado el siglo 20 nunca pude leer poesía fulgente sobre el hombre del salitre, sólo aproximaciones. Sin ser extremo en estas apreciaciones, por esta misma razón siempre se habló que desde el norte de Chile la poética surgía débil aunque hay muchos representantes que han logrado reconocimientos a nivel más allá de nuestras fronteras. Pero yo me refería exclusivamente a la temática del norte.
Hay asuntos por millones para dialogar y debatir. Pero aquí no existen reyes ni príncipes, sino más bien quienes han logrado introducirnos en el tema del desierto, el apasionante, el indeleble, y que nos nutrirán o nos han nutrido para un conocimiento más amplio de este tema.
Quienes hemos nacido en la zona norte de Chile sabemos perfectamente de nuestros intereses y temáticas. Por otro lado, si recurrimos a estrategias como decir que nuestro país por décadas sufrió de ser el patito feo en temas de desvestirse a la luz del día, es preciso entablar el tema de las nuevas frecuencias o cambio de interpretación de nuestra idiosincrasia.
Cachimoco Farfán y Expedito González me dieron el tema para esta crónica, dos personajes de “El Fantasista” de Hernán Rivera Letelier.
No quiero decir que es el primer libro de este autor que leo, sino más bien por el tema del deporte entre comillas, el deporte del fútbol, a esto que se le llama correr tras una pelota de cuero y que a muchos otros escritores les duele el pescuezo, que han tratado de deporte torpe, y que nombrarlos sería estropear la concepción de los minutos que nos circunscribe la vida.
Pues bien, recurriendo a estos dos personajes, sin dejar de lado los textos anteriores de este autor donde nos ha adentrado en temáticas tan profundas como humorísticas de este peladero del desierto, quisiera terminar con el asunto de la soledad creativa del pampino y de las oficinas salitreras, sin menospreciar a autores anteriores a él, diciendo o reconociendo que este creador representa la parte de un todo en cuanto al desierto salitrero, lo que podría llamar en términos literarios, un Santos Ossa: Ossa descubridor del salitre, Rivera Letelier, descubridor de la verdadera y total literatura sobre este tema.
Rivera Letelier, a quien conocí en encuentros nortinos cuando recién nos tratábamos de conformar como generación en la década del 80, no era un mal poeta, por el contrario, estaba dentro de los que innovaban estos caminos. Sin embargo un día cualquiera se lanzó con su pluma narrativa, asertiva, hasta nuestros días.
Porque el norte de Chile es toda una profundidad y al mismo tiempo una superficie.
Permítanme decir que las narraciones de Rivera Letelier no sólo identifican nuestras raíces, sino que las recrean y las vuelve al presente para regalarnos risa, humorada.
Es posible que sin su literatura pudiese haber olvidado estas situaciones de Cachimoco Farfán, los relatos deportivos junto a los centenares de locos que existieron en la época, que pululaban no porque se chalaron en tiempos de universidad, sino también por la pobreza de la zona.
Otros autores del norte hablaron sobre este tema. Yo recuerdo, en Arica, al “Socorro”, quien gritaba a gran fuerza por las calles del centro de la ciudad ¡¡Socorro¡ mostrando sus genitales y lanzando excremento en medio de las calles. Era la pobreza del puerto limítrofe con el Perú en la década del 70 post golpe.
Recuerdo los partidos de fútbol en Iquique, en el sector de la Plaza Brasil, partidos que comenzaban a las dos de la tarde y terminaban cuando oscurecía, es decir a las ocho de la noche. Seis horas peloteando con 16 jugadores por lado y cuyos arcos estaban señalizados con peñascos traídos del sector El Morro. Es decir, a Rivera Letelier, no se le escapa nada.
Mis vecinos replican desde los costados de las casas..¡¡qué pasa¡¡..es que yo lanzo carcajadas cuando leo las anécdotas y la narrativa de Rivera Letelier.
La verdad es que mientras pase el tiempo el norte de Chile seguirá iluminándose con su literatura, y no lo digo yo sino las editoras y miles de lectores que lo siguen por el mundo.
Nací en el norte, le conté un día a unos de mis paisanos sureños. Él miró mis canas y no dijo nada. Le señalé los montículos de la salitrera donde nació mi madre, aquélla que llevaba el mismo nombre del gran puerto donde el buscador de minas Santos Ossa instaló un banco con su fortuna: Valparaíso. El paisano me miraba. No decía nada.
Le dije que esos cerros, que en ésos, habían casas y que la gente se trasladaba y reía, que más allá, en la esquina invisible del fondo había nacido mi madre justo cuando mi abuela moría, que en ese cementerio se esconde una vida difusa y que en el viento no sólo está la pala entreverada, sino la vida que iba a ser y que ya fue.
El paisano sigue- seguía sin decirme nada.
Un periodista peruano ríe a carcajadas en una de las ferias del libro del año 2008, en Lima. La razón: entrevistaba a este novelista. El tema en cuestión fue la misteriosa vida de los pampinos, la historia y los personajes que deambulan en las obras del escritor chileno. Entre palabras y palabras llegaron al tema de “Santa María de las Flores Negras”, y Rivera Letelier, con su acostumbrada e irónica sonrisa, conversa sobre la bajada de los pampinos en la huelga de 1907, sincroniza con eufemismo, mira fijo, y habla de la valentía de los peruanos y bolivianos, de la hermandad de los trabajadores en conflicto, de que a muchos de ellos, antes de bajar el inmenso cerro que accede a Iquique, le dijeron que regresaran a sus países de origen, pero prefirieron quedarse junto a sus hermanos chilenos. Murieron en la Escuela Santa María cuando las tropas enviadas disparan sobre los desprotegidos trabajadores. Hernán Rivera Letelier, nombre que sabe a caudillo, explica al periodista los años que le correspondió investigar sobre esta masacre, y luego dice: “Chile, Perú y Bolivia, por su historia y amistad deberían ser un solo país”…luego mira y saca su misma sonrisa irónica y gatilla con humorismo “Claro, el país se llamaría Chile” (ambos ríen a carcajadas). Ocurre que el novelista ha sabido ganarse a la gente.
La pampa es de largo aliento, no creo en quienes dicen que el tema se está agotando en las manos de este escritor. Soy un convencido que buscarle un sucesor será lo complicado.

sábado, 20 de junio de 2009

La diva Cecilia



La diva Cecilia
Escribe Carlos Amador Marchant




Nada es increíble en esta tierra cuando nos acomodamos a las circunstancias. Es curioso, pero esta noche sin fecha sin comas ni puntos ni comillas ni paréntesis, me puse a pensar en CECILIA. ¿Quién es Cecilia para quienes son de países extranjeros?. Tal vez no respondan mucho, o miren de reojo sin lanzar sílabas.
Cecilia “La Incomparable”, como la denominaron en su época y como la siguen señalando sus seguidores que, en los últimos meses del 2009, incluyendo una cantidad impresionante de representantes de nuevas generaciones, ven con entusiasmo sus escasos videos que circulan por youtube.
Es que de la cantante Cecilia son pocos los muestrarios de juventud que nos quedan, al menos, para poder deleitarnos no sólo de su voz sino de su belleza.
Si pregunto ¿por qué Cecilia no nació en los tiempos de la tecnología actual? es probable que reciba tomatazos e insultos. Es que cada cual nace en su época y es ese el espacio que le correspondió recrear, los románticos espacios del sesenta, con rostros distintos, con avenidas más limpias que las de ahora, con menos contaminaciones, en fin.
Cecilia me trae no sólo el océano de Arica por la década del 70, sino más bien las primeras palabras de cielo limpio en el norte de Chile.
Estoy hablando de 1975, cuando me desplazaba por las avenidas de la lejana ciudad del norte.
Ella era Cecilia, la inmortal, la que quedará en las mentes de millones de chilenos..¿Y el mundo? ¿la reencontrará? Es que la voz de esta mujer no fue y no es una voz común, pertenecía más bien a tiempos aciagos, tal vez de esas almas que entran a este demonio de mundo por casualidad.
En 1975, cuando yo estudiaba en la Universidad de Chile la Carrera de Pedagogía en Castellano, cuando todos y cada uno caminaba por las calles sin mirar hacia al lado. Cuando atemorizados por el fascismo ni siquiera nos dirigíamos la palabra, siempre pensábamos, en cambio, en lo que hicieron nuestros antecesores.
Por esos años Cecilia tenía una pequeña boite en la ciudad. Era la “Boite Cecilia”, ubicada en la esquina de la calle Silva Arriagada, casi topando la avenida 18 de Septiembre. En las tardes, como vivía cerca del local, me dirigía a la boite a mirar sus fotos, sus poses más tradicionales, su sonrisa. Era una mujer bella y menudita, a quien los dioses la trajeron al mundo y la depositaron en Tomé, en la octava región, para deleitarnos con su canto, desde 1943.
En los tiempos de la boite, Cecilia tenía tan sólo 31 años, y se desplazaba en la radios, en la incipiente televisión de la ex Universidad del Norte. En sus entrevistas se le veía una mujer poseedora de una simpatía extraordinaria, que irradiaba vida y alegría en sus poros. En cambio, cada vez que fui a visitar el frontis de la boite, con la idea de encontrármela de frente, en esos arrebatos de juventud idealista y porfiada, nunca pude verla en persona.
Mucho antes, por 1964, en el lejano Iquique, apostado en el Mercado Municipal, desde cuyo lugar tenía una excelente vista hacia los pequeños restaurantes del frente donde los artistas almorzaban cuando llegaba la caravana del “Show 007”, lograba divisar la imagen de Cecilia siempre sonriente y bella.
Cecilia para mí era como el primer libro leído en la penumbra de Iquique. Era mi primera ilusión de niño, de ver a una mujer como ésa, sonriéndome tempranamente. Era la primera ídolo que tenía Chile en el canto popular, desplazada más tarde sólo por José Alfredo Fuentes. Su voz la imitaban centenares de muchachas en los concursos de voces que hacía cada año la legendaria e histórica “Radio Esperalda” del puerto. Las muchachas cantaban como ella, y traían al nublado Iquique esos versos de “cuantas horas y el teléfono apagado/y yo aquí pensando en ti./Me siento sola como una ola normal/de gente indiferente/a mi pena…”. O ese “Puré de papas” que muchas tarareaban comiéndose un pan con mantequilla.
Esta Cecilia Pantoja Levi, que hoy por hoy los jovencitos, sin haberla conocido en sus tiempos mozos, le hacen arreglos a sus canciones y hasta cambian sus ritmos a Tecnos, el 21 de octubre de este 2009 cumple 66 años de edad.
Cecilia no fue una mujer que se quedó sentada en Chile mientras afloraban nuevas generaciones, sino que estuvo en España e Italia compartiendo con otros famosos de la época como Brenda Lee, Paul Anka, Neil Sedaka, Rita Pavone , entre otros.
Cambió de un día para el otro su estilo de faldas, como bien dice el escritor Pedro Lemebel, en algunos recuerdos de épocas, por el de una imagen tipo Elvis Presley, ocasionando en aquel tiempo la sonroja de los chilenos (país de mierda éste).
Y anduvo, en plena dictadura militar, cabizbaja de popularidad en sitios de escasa concurrencia y de poca monta. Pero siempre fue ella, la gallarda mujer venida de un pueblo campesino para entregarnos más de 4 long play que siguen disfrutando sus fanáticos.
Cecilia, esta Cecilia, la gran Cecilia, viene siendo una de las imágenes que Chile no podrá olvidar, porque curiosamente, aunque parecía desparecer en medio de los 80 y 90, reaparece como las verdaderas divas venidas al mundo, es decir, sacada de lo subterráneo sin que nadie lo pidiera, sin que nadie lo predijera, sino sencillamente, por naturalidad artística.
Cecilia es mi primer libro leído en las nubladas mañanas de Iquique, pero es el libro que sigo leyendo y que guardo como tesoro. Ella no es la bella de antaño, pero se equivocaron quienes pensaron en enterrarla en vida, y ni ella imaginó que su canto quedaría eterno y que esos versos de “me siento sola como una ola normal/de gente indiferente/ a mi pena”, no es más que un contradicho, porque el tiempo dispuso que no es indiferente a nadie.

domingo, 26 de abril de 2009

Luisa Ayala



Luisa Ayala: la pintura desde los ojos
Escribe Carlos Amador Marchant



Luisa Ayala es una de esas artistas que nacen para escapar de la urbe sin marginarla, sino para preservarla en un yo íntimo que va más allá de todo pensamiento.
Reencontrarse con su trabajo es retornar a imágenes que sólo la sensibilidad de los seres podrá reivindicar con la visión sana de la vida escondida tras la vida.
Estoy hablando de una artista que nace y se desarrolla tras las murallas de Bellas Artes, de aquellas escuelas que surgen en el mundo para intelectualizar el entorno que, por ser filosófico, nos retrotrae a los escondites que el ser humano a veces desecha y que a la larga hace prevalecer con la verdad absoluta.
Si bien la artista aprueba su maestría en los 80 transformándose más tarde en guía de nuevas generaciones, es al término de esta década cuando comienza a mostrar su creación más intrínseca, donde no sólo le atrae la transformación del arte con esquemas innovadores, sino la incorporación de la praxis como método fundamental.
Es una de las artistas nacidas en Valparaíso-Chile con más profundidad artística de la Generación del 80, situada en el lugar que ella eligió, el de una artista sin bullas, pero que ejecuta “el arte mediante la consecuencia”.
Estamos, al mismo tiempo, hablando de una pintora nacional que, ajena a galerías y enmarañada en un tiempo por algunos especialistas que poco tienen de tal, fueron situando el arte serio de Ayala Pinochet en algo confundido con la contingencia regional.
Nos hemos tomado la molestia de revisar algunos archivos, comentarios y expresiones sobre su arte y pocos coinciden con el quehacer y la búsqueda de la artista.
En la década del 90 participó en los talleres dictados por Alicia Díaz Rinaldi (argentina) y Jeffrey Sippel (Estados Unidos) realizados en la Escuela de Bellas Artes de Valparaíso y más tarde obtiene el primer premio del Cuarto Concurso Anual de Pintura de Viña del Mar. Este es el momento en que la artista se va repartiendo entre diversas actividades y reconocimientos tanto en Santiago, Valparaíso y sus alrededores. Exposiciones en el Instituto Cultural de Las Condes, Hotel O’Higgins de Viña del Mar, Hotel Galerías de Santiago, en la Galería 25 del Instituto Chileno de Cultura Hispánica, y comienza rápidamente a recibir estímulos como el concurso “Palestina vista por Chile”, “Pintando Quinteros”, “Valdivia y su río”, “Casa de la Cultura de Olmué”, en La Bienal de Pintura Premio Gunther, Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago y seleccionada en “The Fourth Internacional Bienal of Miniatura Arts Yugoslavia, entre otras.
El compromiso real de esta artista está relacionado con la existencia, con el hombre enmarañado en la tierra y el universo. Sus colores, sus trazos, motivados por el instinto y la búsqueda la acercan a nebulosas, a distancias desconocidas donde podemos ver seres sin rostros, con movimientos distintos a los normales y en donde casi siempre auscultan desde sitios lejanos. Son seres que están, pero que la artista se encarga de protegerlos en rincones como si fuera ella misma que transitan por caminos difusos sin saber que lo hacen.
La obra de Luisa Ayala Pinochet se inscribe en el grupo de los creadores que rompen esquemas establecidos, saliendo de lo tradicional, fabricando formatos con estructuras de letras, rompiendo la tela y cosiendo y adhiriendo materiales como la crea, la tierra, el cartón, los papeles. Nada escapa a las manos y a la mente de la artista. Se entrega a su búsqueda y lo hace como en silencio, casi poniéndose seria y a la vez como riendo de su entorno.
El color gris, el blanco y el meticuloso rojo, no es que la persigan, sino que se encuentran precisamente para establecer los espacios que Ayala Pinochet le ha proporcionado al hombre no sólo en su tráfago, sino en la existencia misma como un todo de tristezas y pensamientos profundos.
Vemos en esta artista una continuidad exquisita que escapa incluso de lo decorativo y sitúa sus obras en un pensamiento central: el hombre y la problemática de existir.
Se trata, por otro lado, de alguien que ha vivido observando a su país con sus obstáculos, con sus avances y destrucciones. Precisamente su producción de la década del 80 apunta a los colores grises como eje central de su tristeza dentro de una nación que sufría dictadura militar. Su técnica mixta incorpora materiales con destreza, donde nada queda fuera de una temática común en la artista: el sufrimiento del hombre dentro de la sociedad.
Al comienzo de nuestro siglo 21 vimos a Luisa Ayala Pinochet en las itinerancias del proyecto “De mar a cordillera” de la Universidad de Playa Ancha, mostrando sus creaciones junto a otros artistas de la Quinta Región de Chile. En la actualidad, empieza a dar forma a más de treinta bocetos que conformarán su nueva producción pictórica.

sábado, 7 de marzo de 2009

Siempre a los seres humanos


SIEMPRE A LOS SERES HUMANOS
Por Carlos Amador Marchant

Esto es la vida y resulta en todos los tiempos, alejarse de entornos. Esos recovecos que se van formando al paso de días, de años relacionados con arrugas de piel. Los caminos recorridos y los que muchas veces se aparecen sin ser recorridos, algo así como utópicos segmentos, están a veces presentes sin que alguno de nosotros los llame.
Pero la vida está en cada espacio de las calles, y las calles al mismo tiempo no se separan de nosotros aún pasen los años.
Es probable que quien mejor grafique este asunto es el poeta peruano César Vallejo, con esa vida extraña de los que vivieron en los comienzos del siglo 20, que lo hacían todo, que lo corrían todo, como sabiendo que la vida se les escaparía a corto tiempo.
El “Indio” “el cholo” Vallejo como muchos lo apodaban siempre miró la existencia como algo que estaba en la cotidianidad, aunque a la vez miraba con ojos distinto los episodios que circulaban. Hombre fallecido sólo a los 40 años, vivió intensamente cada espacio de la vida, la religiosidad temprana, los distintos estudios hasta terminar en un hombre de letras que lo condujo por el mundo.
Pero no es Vallejo el que interesa en este escrito, sino sus frases que están estrechamente relacionadas con él.
Igual Vallejo, el poeta de Chuco, Perú, me acompañó por largos años, en los tiempos de la universidad, en que cada uno trataba de buscar refugio en palabras de los grandes que se nos alejaban en tiempos de dictaduras en americalatina.
Vallejo fue crítico de escritores de entorno, su vida fuerte puede establecerse en la postura siguiente: “El literato de puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y las direcciones contrarias de la realidad, nada de esto sacude personalmente al escritor de puertas cerradas”.
Acá nuevamente me viene Alicia Galaz Vivar a la mente, en mis tiempos de los 18, en la lejana Arica: “autenticidad temática”. Eso dijo ella, con su voz menuda, tratando de enseñarme a ser un hombre de rumbos buenos.
Quien más que Vallejo para decir “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma... Yo no sé!”. La vida, sólo eso, la que nos mandan, inducen, inconsciencia humana, para luego vivirla, en los mercados harapientos, en los submundos o en los mundos de los que lo creen tener todo y al final no tienen nada..¡¡yo no sé¡¡.
Hace unos años, siendo jurado en un concurso nacional, junto a otros pares, nos inclinamos, entre libros editados, por una obra que nos retrotraía a los episodios de la dictadura militar en Chile. En su momento dije que era un texto como muchos otros en donde se narraban episodios que ya conocíamos. Sin embargo, al paso de la lectura me fui dando cuenta que Pascale Bonnefoy, una periodista nacida en Santiago de Chile en 1964, mostraba antecedentes nuevos de los sangrientos episodios que muchas personas, a veces, tienden olvidar.
Vemos la sangre, las torturas, la miseria a que nos trasladó esa cantidad de seres diabólicos que, lamentablemente, hoy por hoy, se han volcado a la política. Leemos, al mismo tiempo, el dinamismo y la valentía de algunos representantes de embajadas; hombres que se la jugaron por sacar al exilio a muchos presos en el Estadio Nacional.
Reincorporamos al entorno las manchas de sangre en las paredes, los gritos de torturas, las mujeres golpeadas y violadas por asesinos, todo el accionar que ahora ha sido tapado con pinturas de colores y limpiavientos.
Entiendo y estoy seguro que las almas de aquéllos que Bonnefoy cita, el sufrimiento latente, seguirán eternos en ese Estadio, al margen de los acontecimientos de ahora, de las celebraciones, recitales y eventos deportivos de trascendencia (in) nacional.
Las peripecias y valentías del embajador sueco Edelstam, que prácticamente tenía vuelto locos no sólo a los militares golpistas, sino también a sus cercanos, incluso, aun siendo su apoyo el Primer Ministro Olof Palme. Estamos hablando de un hombre con experiencia en la Segunda Guerra Mundial, donde también se las jugó y logró convencer a muchos fascistas.
Edelstam logró sacar al exilio a más de un centenar de presos de toda americalatina, chilenos, paraguayos, entre otros, muchos de ellos, incluso, ya han formado nuevas generaciones en el extranjero. Hombres que estaban al borde de ser fusilados, con la valentía de Edelstam, llegando al recinto con camionetas y furgones de la embajada, logró abrirse paso para parlamentar con los asesinos.
“Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!. Sigue latente este verso de Vallejo.
Sólo que la gente en este Chile tiende a olvidar. Es verdad, y lo dice la historia y los acontecimientos; el ciudadano chileno es acomodado. A la más mínima propuesta da vuelta la cara y se olvida de las tragedias anteriores. Esto mismo nos hace, de acuerdo a muchos estudiosos, ser un país que no mantiene raíces y se enamora de cualquiera sin estudiar su historia. ¿Se sabía quién era Augusto Pinochet cuando lo ascienden a Comandante en Jefe?. Estoy casi seguro que sí, pero los chilenos somos de esta forma, tendemos a pensar que fulano de tal cambiará de la noche a la mañana. No es así la vida. Los caminos me han enseñado (salvo honrosas excepciones)que quien es seguirá siendo el mismo de siempre.
Si bien Chile es un país polarizado en cuanto a preferencias (baste para esto observar la historia desde comienzos del siglo 20), es el momento que los ciudadanos (al margen de corrupciones aisladas en democracia), comiencen a pensar concretamente hacia dónde irán dirigidos sus votos.
“Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma.…”
Oliver Welden, estre 2010 ó 2011 lanzará por fin su libro “Oscura palabra”, textos poéticos que el año 2008 debieron haber circulado por el mundo. Su autor, en cambio,como uno de los grandes poetas chilenos,prefirió mantenerlo en corrección.
El libro en cuestión también tiene que ver con el Golpe de Estado en Chile. El autor poética y magistralmente expone lo que se vivió en esos días del 11 de Septiembre. Oliver Welden es un creador nato, a quien esperamos con los brazos abiertos, un talento que Chile requiere con urgencia.
Pues bien, este será un libro que iluminará estos años, para que ojalá este país cambie sus atrofias y logre pensar en positivo hasta alcanzar la cumbre de una nación próspera y de libertades verdaderas.

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Comentarios selectos sobre el material de este blog.

Sobre ballenas y un libro Estimado amigo Carlos Amador Marchant: agradezco emocionado la mención que haces de mi novela en tu bella y emocionante crónica. Un fuerte abrazo desde España. Luis Sepúlveda(escritor) 24 de julio de 2010 15:03 ........................................................ Sobre ballenas y un libro Estimado Carlos: Gracias una vez más, por cierto, tu blog es uno de los pocos que merecen llamarse literarios. Es sencillamente muy bueno y tus crónicas son estupendas. ¿Las tienes reunidas en un libro de crónicas? Es un género que se pierde con el tiempo. Un fuerte abrazo desde Gijón, Asturias Luis Sepúlveda (escritor) 26-07-2010 ........................................................ Crónica "Dame de beber con tus zapatos". Luis Sepúlveda (escritor) dijo... Querido amigo, como siempre disfruto y me maravillo con tus crónicas. ¿Para cuando un libro? un abrazo Lucho (Gijón-España) 10 de julio de 2011 15:25 .................................................... Sobre Ballenas y un libro Fuertes imágenes de una historia y una matanza, y de un lugar, que sobrecogen. Con pocos elementos, pero muy contundentes, logras transmitir una sensación de horror y asco que no se olvidan. He estado en Quintay varias veces, y sé lo que se siente al recorrer las ruinas de la factoría; mientras uno se imagina los cientos de ballenas muertas infladas, flotando en la ensenada, en espera del momento de su descuartizamiento, antes de ser hervidas en calderos gigantescos e infernales, para extraer el aceite y el ámbar, tan apetecidos por la industria cosmética en el siglo XX , así como lo fue (el aceite) para el alumbrado callejero en el siglo XIX... Crónica muy bien lograda. Un abrazo. Camilo Taufic Santiago de Chile. 27-07-2010 ........................................................ Sobre "Los caballos y otros animales junto al hombre" Tus asnos, caballos, burros y vacas son otra cosa, por cierto, tan cercanos al hombre, tan del hombre. Te adjunto una vieja fotografía de dos palominos que tomé en las montañas de Apalachia, en Carolina del Norte, allá por el año 1983. Encuentro interesante y muy amena la manera en que hilvanas tus textos, siempre uniendo al tema alguna faceta literaria o cultural (en este caso, Delia del Carril, Virginia Vidal, Nemesio Antúnez, Santos Chavez). Hace tiempo te dije que no desistieras de tus crónicas, que van a quedar, y mis palabras fueron corroboradas recientemente por Lucho Sepúlveda cuando él te escribió a propósito de tu artículo Sobre ballenas y un libro: "Estimado Carlos: (...) Tu blog es uno de los pocos que merecen llamarse literarios. Es sencillamente muy bueno y tus crónicas son estupendas. ¿Las tienes reunida en un libro de crónicas? Es un género que se pierde con el tiempo. Un fuerte abrazo desde Gijón, Asturias. Lucho". Y eso digo yo también, que tus crónicas son estupendas. Te escribe desde Benalmádena, Málaga. Oliver Welden (poeta) 21 de agosto de 2010 ...................................................... Sobre "El corcoveo de los apellidos..." ¡Notable, muy bueno! Escribir sobre la configuración de su nombre, con esa transparencia en el decir es algo que se agradece, precisamente en un pequeño universo donde lo que más pareciera importar es "el nombre". Además, esas referencias a los escritores nortinos siempre son bienvenidas, pareciera que no siempre ellas abundan en la crónica y crítica nacional. Ernesto Guajardo (Valparaíso-15 noviembre-2010)

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