sábado, 9 de julio de 2011

Dame de beber con tus zapatos


Escribe Carlos Amador Marchant


Los zapatos tienen para mí la imagen de lo desconocido. No son sólo el rostro de aquéllos que se exponen en grandes tiendas,  los que brillan por su cuero, sino la puerta de entrada a la vida humana.
Entregada mi visión respecto a ellos, al observar ventas de zapatos usados, siento la presencia y el corolario de un cementerio difuso donde cuerpos humanos son, sencillamente, los calzados viejos.
Y consciente que la historia encerrada en cada uno de éstos es larga y bravía, al verlos tirados y expuestos, en ferias pobrísimas, las visiones son diversas: veo especies de cadáveres que se entreveran unos a otros y hasta parecen sufrir por tan larga y despiadada vida que le obsequian. Hablo de las sensaciones que me dan estos vetustos formatos.
He visto zapatos viejos debajo de las camas sin que nadie los reclame. Otros se hacinan en closet durmiendo una larga siesta. Son la presencia misma de la piel de los hombres cuando se desgastan luego de haber surcado por cientos de ciudades del mundo. 
Los zapatos nacieron para que el hombre los transporte. Si miramos esta foto desde lejos nos damos cuenta que ambos se guían. Zapatos y hombres, entonces, son una misma cosa.
El pie del humano, al posarse en la suela, deposita sus marcas y éstas se contraen eternas en rumbos distintos. Al mirar un zapato viejo, al observarlo minuciosamente, conozco toda la existencia del que los condujo. Porque los zapatos tienen vida, pero son silenciosos como la estructura del desierto.
Por todo lo antes dicho, nada más triste que ver un calzado viejo, abandonado, en medio de la escalofriante soledad de una oficina salitrera, por ejemplo.
Pero también acoplo otras tristezas: los zapatos entreverados en la pieza de un prostíbulo pobre, de ésos donde el olor a alcohol y tabaco sin ventilar remecen paredes. Veo esa casa en ruinas, esas mujeres que se paseaban por los pasillos, por las escaleras. Observo los cuerpos voluminosos, las caderas de todas las mujeres y la risa alocada y los cigarros, el alcohol. Veo la noche transformada en luces de muchos colores y el grito febril de la vida. Pero esta casa ahora sólo deja ver maderas carcomidas y los olores, feromonas, han huido dejando sólo el hedor a ratas y destrucción. Y no están ellas ni sus nombres, pero debajo, en escondrijos, han quedado zapatos carcomidos, los mismos que las grofas usaron en noches de sobresaltos. Y están acurrucados como perros plagados en sarna, como si el aliento de la vida se perdiera ahí para dar paso a la muerte, al silencio más rotundo de todos los silencios.
El sevillano Antonio Machado vuelve con sus versos antiguos y se presenta limpio otra vez: “Al andar se hace camino,/ y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar… “.
La pobreza de mis orígenes obligaba a los amigos del barrio usar dos pares de zapatos. El primero era para el colegio. El segundo, para ocasiones especiales. Este último siempre fue de color café. Creo que la miseria hacía pensar que ese colorante era sinónimo de prestancia. Recuerdo a un fachendoso, en etapa de pubertad, sacarle brillo al cuero todos los fines de semana. Cuando lo hacía, su rostro se iluminaba. Era un muchacho amante de las fiestas. Por lo tanto, el ceremonial del lustrado demoraba alrededor de una hora. Con escobilla en mano metía betún por cada costado del zapato. Lo observaba, le pasaba el dedo. El ritual era examinado por el resto de los infantes quienes, incluido yo, pensábamos que el liliputiense representaba la fiel imagen de un pretencioso de mierda.   
Pero esos zapatos anduvieron en muchas fiestas, rasparon el piso, participaron de algunos saltitos menudos y hasta pisaron excrementos de perros. Pasaron muchos años y aquéllos, con las suelas muy gastadas, quedaron arrinconados en un rincón de su casa. Murió el muchacho una tarde de otoño en cruel accidente de tránsito. Su cuerpo está carcomido en el cementerio. Los viejos calzados viven en su casa, protegidos por el recuerdo impenitente de sus padres. Los excrementos de perros están allí, las fiestas, los caminos, los surcos.
Es increíble cuando poetas chilenos son tan exactos (Chile ¿país de poetas?): “Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse/de haber entrado en este juego delirante,/pero el espejo cruel te lo descifra un día/y palideces y haces como que no lo crees….” (Gonzalo Rojas).
Siempre he creído en los zapatos. Son para mí como la otra imagen del cuerpo del hombre, o más bien, como la sombra que lo acompaña.
Por ésta y tantas otras razones, en mi niñez conocí a muchos zapateros. No me guiaba el deseo de conversar con ellos, sino observarlos en su cometido. Terminé situándolos como médicos y al mismo tiempo cirujanos. Cada tres  horas llegaban señores con sus “pacientes”  protegidos en bolsas. Los zapateros los observaban y daban el diagnóstico: “Éste está por morir, señor, pero con una buena suela y algunas coseduras, lo dejaremos como nuevo”, decían. Y sus dueños se iban felices. Volverían esas especies de cadáveres a relucir por las calles.
Los zapateros, por urdir en tan triste vocación, siempre fueron risueños y conversadores. Podían estar una mañana completa dialogando, pasando de un tema a otro, mientras claveteaban, cosían y salvaban a sus pacientes.
Algunos también mentían y echaban andar el poder de la imaginación, hasta transformar a ésta, en verdad inventada. Recuerdo a un morocho de origen peruano que empeñó unos zapatos casi nuevos por falta de clientela en la última semana del mes. Cuando fueron a retirarlos tuvo que mentir expresando que, por falta de tiempo, el arreglo lo realizaría en dos días más. Fue su suerte mayor al lograr a la mañana siguiente rescatar los zapatos empeñados. Sin embargo, el dilema se agigantó al percatarse que había olvidado por completo qué arreglo debía ejecutar. No le quedó otra opción que observarlos minuciosamente y tomar una determinación rápida. Concluyó que éstos tenían los tacones gastados y les acopló unos pedazos de gomas gruesas. Cuando llegó la clienta, que era una mujer de voz prepotente, quedó perpleja. Gritó con voz flamígera: ¡Pero usted por segunda vez no ha hecho nada!. El remendón doblemente asombrado preguntó: ¿pero por qué dice eso?. Y la mujer retumbó el local con voz que parecía bombardeo: ¡Porque yo le dije que estos zapatos me los tiñera de color café y lo que veo es el mismo color negro!. Me da pena pensar que el cierre de este local se debió a tantos reclamos de su clientela. Al zapatero lo vi meses después cargando sacos en los terminales del agro.
 Los zapatos por el largo deambular de mi vida siempre produjeron nostalgia. En tiempos de miserias nada más triste que un agujero en la suela. Un agujero en donde, incluso, se te sale el dedo. Los zapateros saben de esto, y cada vez que los recuerdo, veo sus rostros demacrados como los médicos cuando se produce una epidemia.
Hay olor a zapato en mi alma, dijo una mujer de la cordillera del sur austral de Chile, mientras su cocina a leña iluminaba la noche pobre. Después que dijo eso, yo me retiré a caminar por los caminos lluviosos y nocturnos,  cabizbajo.
Carlos Pezoa Véliz, el chileno poeta de los mendrugos, tal vez reseñe y dé una cuota más veraz a estas divagaciones: “¡Pobre peón!. Sus padres idos/eran brutos y hasta idiotas,/que no hicieron otros ruidos/que el de sus toscas ojotas.”

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Comentarios selectos sobre el material de este blog.

Sobre ballenas y un libro Estimado amigo Carlos Amador Marchant: agradezco emocionado la mención que haces de mi novela en tu bella y emocionante crónica. Un fuerte abrazo desde España. Luis Sepúlveda(escritor) 24 de julio de 2010 15:03 ........................................................ Sobre ballenas y un libro Estimado Carlos: Gracias una vez más, por cierto, tu blog es uno de los pocos que merecen llamarse literarios. Es sencillamente muy bueno y tus crónicas son estupendas. ¿Las tienes reunidas en un libro de crónicas? Es un género que se pierde con el tiempo. Un fuerte abrazo desde Gijón, Asturias Luis Sepúlveda (escritor) 26-07-2010 ........................................................ Crónica "Dame de beber con tus zapatos". Luis Sepúlveda (escritor) dijo... Querido amigo, como siempre disfruto y me maravillo con tus crónicas. ¿Para cuando un libro? un abrazo Lucho (Gijón-España) 10 de julio de 2011 15:25 .................................................... Sobre Ballenas y un libro Fuertes imágenes de una historia y una matanza, y de un lugar, que sobrecogen. Con pocos elementos, pero muy contundentes, logras transmitir una sensación de horror y asco que no se olvidan. He estado en Quintay varias veces, y sé lo que se siente al recorrer las ruinas de la factoría; mientras uno se imagina los cientos de ballenas muertas infladas, flotando en la ensenada, en espera del momento de su descuartizamiento, antes de ser hervidas en calderos gigantescos e infernales, para extraer el aceite y el ámbar, tan apetecidos por la industria cosmética en el siglo XX , así como lo fue (el aceite) para el alumbrado callejero en el siglo XIX... Crónica muy bien lograda. Un abrazo. Camilo Taufic Santiago de Chile. 27-07-2010 ........................................................ Sobre "Los caballos y otros animales junto al hombre" Tus asnos, caballos, burros y vacas son otra cosa, por cierto, tan cercanos al hombre, tan del hombre. Te adjunto una vieja fotografía de dos palominos que tomé en las montañas de Apalachia, en Carolina del Norte, allá por el año 1983. Encuentro interesante y muy amena la manera en que hilvanas tus textos, siempre uniendo al tema alguna faceta literaria o cultural (en este caso, Delia del Carril, Virginia Vidal, Nemesio Antúnez, Santos Chavez). Hace tiempo te dije que no desistieras de tus crónicas, que van a quedar, y mis palabras fueron corroboradas recientemente por Lucho Sepúlveda cuando él te escribió a propósito de tu artículo Sobre ballenas y un libro: "Estimado Carlos: (...) Tu blog es uno de los pocos que merecen llamarse literarios. Es sencillamente muy bueno y tus crónicas son estupendas. ¿Las tienes reunida en un libro de crónicas? Es un género que se pierde con el tiempo. Un fuerte abrazo desde Gijón, Asturias. Lucho". Y eso digo yo también, que tus crónicas son estupendas. Te escribe desde Benalmádena, Málaga. Oliver Welden (poeta) 21 de agosto de 2010 ...................................................... Sobre "El corcoveo de los apellidos..." ¡Notable, muy bueno! Escribir sobre la configuración de su nombre, con esa transparencia en el decir es algo que se agradece, precisamente en un pequeño universo donde lo que más pareciera importar es "el nombre". Además, esas referencias a los escritores nortinos siempre son bienvenidas, pareciera que no siempre ellas abundan en la crónica y crítica nacional. Ernesto Guajardo (Valparaíso-15 noviembre-2010)

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