Plaza Condell de Iquique antiguo
ATRAPADO EN EL DESIERTO DEL NACIONAL
Escribe Carlos Amador Marchant
Los encuentros están en todos lados. En el sur, norte, este u oeste, pero siempre aparecen, siempre, por más que uno quiera cerrar los ojos.
Pienso en quienes se perdieron por tantas cosas. En aquéllos tragados por la vida o por los seres de este planeta. Lanzo, al mismo tiempo, lianas a un pasado reciente, buscando y encontrando otros días.
Década del 60. Diez años de vida. Estaba en Iquique, el legendario, y era asiduo a los cines. Se trataba del Iquique deprimido, con la pobreza cayendo de los poros como transpiración eterna. Y los estudiantes más allá, los estudiantes del Liceo de Hombres de la calle Baquedano, alzando brazos en protestas por tanta depresión.
Esos jóvenes se apretujaban en una gran casona de madera a cuadras del océano. Todos tienen, los de esa generación, la tristeza de días aciagos y de podredumbre. Pero eran guerreros estos iquiqueños, y flameaban siempre en sus hombros los triunfos deportivos de esos tiempos. No se las venían con cuentos.
Por la cercanía a mi casa de niñez, siempre mis pasos se desplazaron hacia el teatro Nacional. Estamos hablando de un edificio inmenso ubicado frente al Mercado Municipal, lugar deprimente donde los hombres vendían productos extraídos de chacras enclavadas en el desierto. Eran lugares del antiguo Iquique, aquel que sólo llegaba hasta la población Caupolicán, en honor al gran toqui araucano
Iquique, Iquique, el lejano, el desprovisto, el lleno de historias penosas, hoy es una ciudad cosmopolita y de miles de habitantes.
Hablo de la ciudad del pasado, de un puñado de años que son nada frente a la conformación del mundo, pero que a la larga, en la vida de los humanos, viene siendo como el pasado del pasado.
Estoy hablando de góndolas en las calles, de paseos a la playa con carpas, de canciones de Lucho Barrios en medio de la soledad vespertina, de bares con puertas al estilo oeste norteamericano.
Hablo de los años sin televisión, en que sólo la radio era el instrumento para poder pasar días de existencia humana. Estoy, al mismo tiempo, hablando de radioteatros que mantenía a la gente pegada a ese aparato de tubos eléctricos donde salían voces y anécdotas. Hablo de los aciagos episodios del Capitán Silver (tenaz trabajo norteamericano para atajar los movimientos sociales en el continente), del Doctor Mortis, tenebroso personaje que atemorizaba a la gente hasta para salir al patio en medio de la oscuridad de la noche. En fin, estoy hablando de la pobreza de mi patria por aquel entonces, de las casas olor a maderas húmedas y apolilladas, del olor a gatos en los escondrijos.
Pero el cine Nacional era mi tema, el teatro cine, mejor dicho.
Yo conocía toda la cartelera. Por lo menos así lo ha recordado mi hermano mayor quien me iba a buscar a las galerías del lugar.
El teatro Nacional edificado en 1930 era una inmensa casona que albergaba cantidades impresionantes de gente. Tenía tres pisos inmensos. Abajo estaba la platea, al medio el palco y arriba, casi tocando el techo, la galería. A esta última iban a ver películas sólo los rotos de la época, los pobres que gustaban de gastar unas monedas para ver a sus ídolos del momento. Yo era uno de esos rotos.
Mi hermano mayor siempre me buscaba en las galerías. Si bien es cierto nuestro padre nos daba dinero para platea, trataba (tratábamos) de hacer alcanzar más la plata. No me importaba la hediondez de esos espacios. Él sólo gritaba ¡¡Carlos¡¡ y yo respondía ¡¡estoy aquí¡¡¡…Era el vicio prematuro de las películas. Conocíamos toda la cartelera de filmes anunciados a posteriori.
Eran filas interminables para entrar a ese cine. Los ídolos del momento fueron Joselito, los hermanos Aguilar, Miguel Aceves Mejías. Demetrio González, Enrique Guzmán, Cantinflas, Antonio Prieto. La tecnología nueva podíamos observarla en las primeras series del Agente 007 con Sean Connery. Las mujeres ya comenzaban apenas a mostrar sus piernas y sus senos como la Ursula Andrews saliendo de las aguas del caribe. Los morochos tratábamos de hacernos pasar por hombres de mayor edad, porque esas películas eran sólo para los que tenían más de quince años. Estábamos ya impregnados de Elke Sommer, Natalie Wood, Sofía Loren, Brigitte Bardot.
El teatro Nacional se caracterizaba por sus rotativos, nombre que se le daba a un tiraje de más de seis películas durante el día. Los pobres iquiqueños, en consecuencia, podían estar sentados desde las dos de la tarde hasta las once la noche. Adicto al cine, sin televisión ni Internet, por cierto, me la pasaba casi todos los días, después de salir de clases, en ese lugar incluso viendo películas en blanco y negro aburridas hasta el alma.
El teatro Nacional tenía tres pisos, ya lo dije, y era inmenso en su interior. La platea, donde por lo general iba gente encopetada, sufría los estragos de quienes se situaban en las galerías. Estos últimos lanzaban chicles hacia abajo e incluso escupitajos en franco repudio contra quienes se creían ricos en un Iquique pobre y andrajoso como las ratas.
El teatro Nacional me trae carteleras puestas en cada parte de los murallones, afiches con colores atractivos y risas de artistas que a veces uno quería tocar. Eran las noches tibias por donde la gente transitaba para erradicar la tristeza. Por otra parte aquel reducto, cuando pasaban películas taquilleras como las de Joselito, dejaba ver filas interminables que rodeaban aquella arquitectura como verdaderas culebras. No sólo las colas eran el problema, sino el modo de ingresar al recinto. Porque éste poseía pequeñas puertas de entradas donde la turba se golpeaba, lanzaba patadas y escupitajos para agarrar un mejor espacio donde deleitarse con sus ídolos.
Pero eran casi mis últimos días en esa ciudad que me embadurnó con pobreza, la ciudad de los locos, el reducto de las bellas prostitutas de la calle Thompson. Era la ciudad de los locos feroces y las hermosas prostitutas. Locos como El chilenito que atravesaba la calle Baquedano y se introducía por la Plaza Brasil, vianda en manos, a pata pelada y riendo como niño. Al paso de los años, en medio de tanta vida y de tanta pobreza, no logro entender cómo algunas personas confiaban en el chilenito y le entregaban esta responsabilidad de llevar el almuerzo a algunas casas. La loca de los gatos era la otra mujer que asolaba las calles del centro antiguo de la ciudad, repugnante personaje que olía a mierda a más de una cuadra, seguida por más de diez felinos que amaban la crueldad y el despojo humano. Ni hablar del Chancho que, de sólo pensar por qué le pusieron aquel sobrenombre, puedo recordar la más atroz de las miserias, sólo comparada con la obra de Víctor Hugo. El Chancho dormía debajo del edificio donde yo vivía, y cuando lo pillaba el sol de amanecida, lanzando la hediondez por más de quince a veinte metros, la gente lograba ver a ese infeliz manchado de un color negro completo, rodeado y devorado a pausas por miles y miles de moscas del desierto. Los locos del legendario Iquique eran muchos, como también eran muchas las mujeres hermosas que ejercían la prostitución en la calle Thompson. Eran tantas y tantas las mujeres bellas, que en más de una oportunidad me pregunté cómo un lugar que generaba tanta pobreza, era capaz al mismo tiempo de procrear hermosuras tan iluminadas.
Me crié en esos contornos del teatro Nacional, pero mis días estaban contados en la ciudad histórica. Más tarde seguirían mis pasos por la vecina Arica, cercana a la frontera peruana.
En el Colectivo Lynch donde viví, frente a la que fue la Intendencia Regional (hoy Palacio Astoreca), bordeando las 11 de la noche del 25 de noviembre del año 1970, producto de una colilla de cigarrillos mal apagada, ocurrió el dantesco incendio del Teatro Nacional. Por esa época la gente acostumbraba a fumar dentro de los recintos. En las ya mencionadas galerías, o “galuchas” como le llamaban, por más que los guardias aparecían con linternas, el olor a tabaco barato era el mismo demonio. Testimonios de época confirman que esa noche había asistido escaso público al teatro, salvándose de la masacre. Pero desde el tercer piso del colectivo Lynch pude ver junto a un centenar de gente las llamas que iluminaron Iquique por todos los contornos. Junto a esas horas de pánico se iba también una larga historia de películas y artistas que pasaron por ese escenario. Se trataba de un teatro grande, histórico, situado entre las calles Sargento Aldea, Amunátegui, Barros Arana y Thompson. El incendio se llevó por otra parte gritos, efervescencias, alegrías y el furor de la turba en miles de jornadas por seguir adorando a sus ídolos.
Toda la historia del gran Teatro Nacional cayó a pausas esa noche del 25 de noviembre de 1970. El recinto también se llevó una serie de casas comerciales y restaurantes emblemáticos de los alrededores. Había sido una historia viva de los iquiqueños. Fue, por otro lado, el reducto de los pampinos pobrísimos del 60, un lugar que se negó a conocer la historia que vendría más adelante, llena de represiones y muertes.
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